Visita a los yacimientos de Atapuerca. Jordi Mestre, Fundación Atapuerca.

A veces, para asombrarse, no es necesario contemplar grandes obras construidas; a veces es suficiente solo con percibir las señales de quienes antes estuvieron allí

¿Quién no ha oído hablar de Atapuerca? ¿Y no es acaso un lugar sorprendente?

Canal Patrimonio_Zoa Escudero Navarro

Visita a los yacimientos de Atapuerca. Jordi Mestre, Fundación Atapuerca.

 

La palabra sierra nos evoca casi siempre un paisaje de cumbres dentadas y nieves, muy lejano al que imaginamos para el interior de las tierras castellanas, presidido por interminables llanuras. Y aunque modestas, como ocurre con la Sierra de Atapuerca, estas discretas alturas pueden suponer tanto una vía como un límite para el paso, porque una puerta es a la vez una entrada y un estorbo. Hacia aquí, se extiende la Castilla propia; hacia allá la Bureba, que es el balcón del Ebro, y detrás Navarra y La Rioja, por las que se coló desde Europa el Camino de Santiago; una intersección que anuda ancestrales caminos entre las montañas -éstas sí verdaderas-  de la Cordillera Cantábrica y el Sistema Ibérico, un puente entre los cursos del Ebro y del Duero, un territorio de frontera y a la vez de tránsito.

Nada más distinto del panorama de la vieja Castilla, salpicada de monasterios, castillos o cementerios, palomares, sillerías y mosaicos colosales; lugares todos que parece nunca  tuvieron habitantes aunque florecieran en su día de la mano de grandes señores, abades y reinas. Aquí, lo que conocemos con cierta pompa como los yacimientos arqueológicos y paleontológicos de la Sierra de Atapuerca, nos sorprende con otra realidad, una verdad desnuda sin grandes construcciones ni adornos, solo huesos y piedras.

Los expertos dirán que fue la existencia de numerosas cavidades formadas por el agua al disolver las rocas calizas y las buenas condiciones naturales de la zona, a resguardo de los climas más extremos y con variados ambientes, las que favorecieron que distintos grupos humanos desde tiempos atávicos exploraran y se asentaran en sus rincones. Es posible que haya sido solo la casualidad la que nos llevara a tropezar con los rostros de  algunos de ellos, como casualidad fue que el  tren minero destinado a alimentar a la siderurgia del norte a principios del siglo XX y que apenas tuvo utilidad, cortase la sierra por donde se escondían las piedras talladas y los huesos, dejando abierta una hendidura por la que se evapora el rumor de la vida de quienes nos precedieron.

La magia de Atapuerca es tal que apenas muestra nada a quienes se pasean por la trinchera del ferrocarril, visitan las canteras o se sumergen en las exposiciones didácticas del Aula Emiliano Aguirre, de la Cueva del Compresor o en el Parque Arqueológico, sin la fe suficiente para creer que allí se escuchan todavía los lejanos ecos de las pisadas y las voces de los dueños de esas piedras y huesos, atrapados entre los estratos de tierra, sepultados en el fondo de guaridas invisibles.

El relato de Atapuerca se escribe con palabras y nombres fabulosos –Cueva Mayor, Cueva Ciega, Gran Dolina, Sima de los Huesos, El Elefante…-  y con otras  evidencias menudas que son las huellas de los primeros pasos del hombre moderno, el rastro de lejanos precursores que transitaron un territorio de lagunas y leones hace casi un millón de años; humanos exploradores y peregrinos, voraces, presas de los carnívoros, tan frágiles y a la vez tan fuertes, que nos siguen mirando agazapados desde las galerías -si tenemos ojos para verlos- ayudados por la labor imprescindible de los científicos y los guías.

Los hombres de hoy, quien sabe si hijos o nietos de aquéllas especies, se entretienen en desenterrar ese millón de años, poco más que huesos y piedras, y se afanan en recomponer algunas partículas del sonido de la vida de entonces. No  queda más remedio que invadir lo que fueron las laderas de esta suave sierra entre tres ríos y ocuparlas con instrumentos que nos alcanzan a rescatar unos pocos tramos del largo camino de la Humanidad. Pero sobre todo, sobre todo, les permiten a ellos renacer, volver a merodear entre las encinas y observarnos curiosos en familia. Porque están todos allí todavía, lo mismos que cazaron y temblaron de frío en las colinas,  aquellos que viajaron desvalidos a través de continentes y milenios, que convirtieron  la sierra por primera vez en un lugar habitado y cuyos cuerpos se acumularon en una estrecha sima, esperando durante cientos de estaciones, con la sola compañía de viejos osos cavernarios.

IMAGEN: Visita a los yacimientos de Atapuerca. Jordi Mestre, Fundación Atapuerca.