Llegamos al puerto del libro, agotados por el duro trabajo. Como el navegante desea el puerto, así el escritor el último verso. Escriben tres dedos, pero trabaja todo el cuerpo. El que no sabe escribir, cree que hacerlo no es trabajo.

Canal Patrimonio_Maximiliano Barrios Felipe

Digitalización de un manuscrito en el Archivo de la Real Chancillería de Valladolid.Foto: Maximiliano Barrios

“Al escriba la vida, al lector la paz, al poseedor la victoria.”

Estas palabras que pertenecen a un presbítero de la Abadía de Silos en 1039, bien pudiera haberlas pronunciado Jean Mielot en el siglo XV, al que aquí vemos inmortalizado gracias a su coetáneo miniaturista Jean le Tavernier. Postrado sobre su escritorio se afana en terminar lo que imaginemos sea una de las últimas copias de un manuscrito de la historia, la imprenta ha nacido hace apenas unos años y en breve jubilará su tarea, la tarea del que escribe es alimento espiritual para el que lo lee; a uno le destroza el cuerpo al otro le enriquece su espíritu, apuntaba el monje Florencio de Valeránica en el siglo X.

Jean Miélot en su estudio. Autor: Jean Le Tavernier, iluminador. Oudenaarde, después de 1450. Brussels Royal Library, MS 9278, fol. 10r. Public domain

Escribas, copistas, amanuenses, que venían desarrollando su trabajo desde la antigüedad, tienen su eclosión en Europa durante el medievo vinculados en origen a los scriptorium monásticos. Este oficio se extenderá en la Baja Edad Media a otras clientelas, la nobleza que reclama un nuevo estatus cultural. Como el caso de Mielot, que desde 1448 es escriba, iluminador y traductor al servicio de Felipe el Bueno, el gran duque de Borgoña. En esta miniatura está acompañado por sus humildes herramientas, una pluma de ganso en su mano derecha para escribir y el raspador en la izquierda, con el que se afilaba la pluma o se corregía directamente sobre la vitela. Jean Mielot produciría una copia única e irrepetible, su labor le llevaría meses y en ella participarían más manos: iluminadores, encuadernadores….El resultado final es una joya de un valor incalculable que sólo se podía permitir la iglesia y ciertas elites.

Si hubo una revolución en la historia esa fue la de la imprenta, nacida a mediados del siglo XV supondrá un cambio en la concepción del conocimiento y su difusión. El manido tópico cervantino que ponía en boca del Quijote la afamada: Cosas veredes amigo Sancho que non crederes, si bien es cierto que dicha sentencia nunca fue pronunciada por el caballero de la triste figura, no es menos cierto que sirve para definir el invento de Gutenberg, que encumbró al ingenioso hidalgo y cambio el libro para siempre. Pero este invento empequeñecería de asombro ante los cambios producidos por el mundo digital. El archivero de la fotografía que maneja un escáner de última generación, es el nuevo copista capaz de legarnos en apenas instantes, desde la concepción del tiempo medieval, un copia fidedigna del original y además enriquecida con recursos varios.

Pero su misión ya no sólo es la copia del documento y su salvaguarda, sino facilitar la tarea del investigador y el enriquecimiento del saber. En un último seminario sobre digitalización de archivos y bibliotecas celebrado en Valladolid, en el marco del proyecto CD-ETA (Collaborative Digitization of Natural and Cultural Heritage), se adelantó una nueva revolución: que la Inteligencia Artificial sea capaz de leer los documentos manuscritos, así lo contaba Isabel Bordes Cabrera, directora de la Biblioteca Digital Hispánica. Ensayado con éxito en el proyecto Transcriptorium, el novedoso sistema de reconocimiento de texto HTR es ya capaz de escrutar entre las enrevesadas florituras del escriba y permitir en un futuro la indexación, búsqueda y transcripción de los documentos manuscritos históricos.

El arduo cuidado del copista por reproducir fielmente el original, de domeñar con su vista cansada las intrincadas líneas, queda en manos de los ceros y unos que permitirán el acceso universal con el que jamás soñaros los copistas medievales.

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