Uno de los personajes más admirables de cuantos ha dado el cine (y antes el teatro) es el protagonista de Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957), interpretado por Henry Fonda. Como seguramente sabrá el lector, Fonda (de su personaje no sabemos el nombre) interpreta al presidente de un jurado que debe decidir la suerte de un joven acusado de asesinato, a quien un veredicto de culpabilidad conducirá a la pena de muerte. A lo largo de un ejercicio deslumbrante de inteligencia, sin caer en el más mínimo uso de argucias sentimentalistas, apelando siempre a la lógica y partiendo de la consideración hacia cualquier ser humano sin contar con su posición social, el protagonista logra revertir los prejuicios, a veces rocosos, de sus compañeros de jurado. En una pausa, uno de ellos le pregunta por su profesión, a lo que él responde: “Soy arquitecto”.

Canal Patrimonio_Miguel Sobrino

Propuesta Restauración_NotreDame

Para un espectador de mediados del siglo XX, esta revelación profesional no habría de parecerle en absoluto casual. En esos años, el arquitecto era considerado un héroe de la civilización, un ideal humano que atesoraba la cultura y la sensibilidad social sobre la base de una sólida formación técnica. Tras el desastre bélico, la arquitectura se convertía entonces en el paradigma de un concepto aún inmaculado del progreso, encaminado hacia la mejora real de la vida de las personas. Sin llegar a los extremos de Ayn Rand en El manantial, con su arquitecto-mártir enfrentado a los lastres del conservadurismo, el mundo parecía dirigirse hacia un horizonte de bienestar y de cierto igualitarismo gracias a un avance parejo de la tecnología y de la racionalidad espoleado, entre otros, por los arquitectos. Con la perspectiva de los años, quizá pueda sacarse algún matiz del hecho de que fue en ese tiempo cuando comenzaron a producirse los plásticos que, tras ofrecernos múltiples servicios, hoy se nos revuelven y nos amenazan…

Contra lo que dice el refrán, no hay nada como tener buena fama para echarla a perder, tirando alegremente por la borda una trayectoria de siglos. Igual que no cabe descender hacia la miseria si no se ha poseído algo antes, no es posible perder el prestigio sin haber disfrutado de él. Vista así, la serie de imágenes que plasman, tras su reciente incendio, las primeras propuestas presentadas por diversos estudios de arquitectura para la reconstrucción de Notre Dame de París tiene todo el aire de un suicidio colectivo, una manera vistosa de aniquilar todo el aprecio que aún pudiera tenerse hacia una profesión que, por las muchas alegrías que nos ha dado a lo largo de la historia, debería ser tratada (sobre todo por quienes la ejercen) con algo más de respeto. Como en el mito de los lemmings, ciertos arquitectos parecen impelidos a despeñarse a cambio de un dudoso pedazo de fama, arrojando por el precipicio el rigor técnico y conceptual en que debería asentarse el ejercicio de su profesión.

Propuesta Restauración_Notre Dame

Después de ver esas imágenes —que toman al asalto la catedral de París, aprovechando la desgracia para convertirla en pedestal de los más variados disparates—, parece aún más claro que lo que debería hacerse con Notre Dame es una restauración fiel de lo que estaba en pie hasta hace muy poco, sin dar pábulo a quienes pretenden usarla como plataforma para la fama; una fama que se parece mucho a la que obtienen quienes se prestan al griterío informe de algunos programas televisivos. Podría argüirse que el restaurador de Notre Dame en el siglo XIX, Eugène Viollet le Duc, cayó en algunos pequeños gestos de egolatría: para las estatuas de reyes que se labraron entonces en la fachada hizo retratar a amigos suyos, y él mismo colocó su efigie entre las figuras de la base de su magistral aguja (que no era del todo invento suyo, pues recuperaba el aspecto de otra aguja original, destruida sin motivo en el siglo XVIII). Pero con esa inclusión de la propia imagen en un lugar más o menos visible no hizo más que mantener una tradición medieval: recordemos a los maestros Mateo, Miguel o Arnau Gatell que, ya en el siglo XII, se autorretrataban en Santiago de Compostela, Revilla de Santullán o Sant Cugat del Vallés, seguidos más tarde por Peter Parler en Praga, Adam Kraft en Nuremberg, Anton Pilgram en Viena, Juan de Badajoz en León… Comparadas con esas efigies, que no dejan de denotar el legítimo orgullo hacia las obras salidas de sus manos, las transformaciones que hoy se proponen para Notre Dame parecen más acordes con la aspiración actual hacia la celebridad instantánea, aunque para ello deba uno prestarse a obscenidades y ridiculeces de todo pelaje. También es característico de estos tiempos que palabras como ecología, progreso o tecnología aparezcan como guarnición que intenta disfrazar la baja calidad de tales guisos.

Propuesta de Restauración_ Notre Dame

Sirvan estas dolidas líneas para expresar un deseo: el deseo de que, sin poder abandonar del todo pecados como su frecuente cercanía a la especulación y a la destrucción del territorio, la arquitectura vuelva a ser una disciplina que concite la admiración de la sociedad, que se convierta de nuevo en ese punto donde ideas como la reflexión, el buen hacer, el sentido estético y la búsqueda del bien común obtienen un reflejo inmediatamente reconocible para toda la sociedad. De ser así, la sarta de disparates que amenazan a la hoy maltrecha catedral parisina debería convertirse en un punto de inflexión, una cumbre inversa, el declive a partir del cual no cabe más que la resurrección.

Propuesta de Restauración_Notre Dame

 

Por mi modesta experiencia, y no sin una brizna de optimismo, tengo la impresión de que no son pocos los arquitectos jóvenes que contemplan los gestos de algunos de sus mayores con la mezcla de lástima y desagrado con que se asiste a la función de un payaso envejecido y sin gracia. Es el despliegue triste y ya caduco de la arquitectura-espectáculo, refugiada últimamente en el derroche hortera e inmoral de ciertos países poco democráticos y de cuyo paso asolador por nuestras vidas las propuestas parisinas podrían comprenderse, al menos dentro del mundo más civilizado, como el estertor. A su sombra, sin requerir la atención mediática y bien pegados al suelo que sirve de sostén a los edificios, muchos nuevos arquitectos y arquitectas vuelven mientras tanto la vista hacia todo aquello que habrá de devolver a la profesión su prestigio tambaleante: la recuperación rigurosa del patrimonio, la armonización con el medio natural y sus limitados recursos y la dificilísima resolución de muchos de los problemas —vivienda, convivencia, trabajo— que plantea de forma acuciante el mundo actual.

Propuesta de Restauración_Nortre Dame

LEE ESTE ARTÍCULO ORIGINAL AQUÍ_REVISTA PATRIMONIO