Los alumnos con el uso de materailes se aventuran a pintar y tallar arte rupestre. Foto: Paulina Gurrola, INAH.

A través del estudio del arte rupestre se ha descubierto la parte sensible del hombre primitivo, que a principios del siglo XIX se pensaba salvaje e ignorante. En un país repleto de monumentales ciudades prehispánicas es difícil que un estudiante se interese en la arqueología prehistórica o de cazadores-recolectores.

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Los alumnos con el uso de materailes se aventuran a pintar y tallar arte rupestre. Foto: Paulina Gurrola, INAH.

En un país como México, repleto de monumentales ciudades prehispánicas es difícil que un joven estudiante se interese en la arqueología que busca rastros de las primeras sociedades humanas: nómadas que desarrollaron técnicas de subsistencia basadas en la caza, recolección y pesca, cuyas huellas quedaron diseminadas en el paisaje de un extenso territorio y la transformación cultural de las rocas. Son horas de observación para reconocer si un desgaste en la piedra fue producto de la mano humana. También es complicada la búsqueda de contextos diluidos en el entorno. Sin embargo, un profesor venido de la Patagonia chilena, donde la mayoría de vestigios arqueológicos son anteriores a la agricultura, ha desarrollado un laboratorio experimental para que sus alumnos de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) comprendan en qué consiste la lítica tallada y la arqueología de contextos precerámicos. Luis Felipe Bate Petersen emigró de Chile al exilio con el golpe de Estado que dio el poder a Augusto Pinochet y desde 1974 radica en México donde encontró, en la ENAH, un lugar para continuar sus estudios sobre el desarrollo de las sociedades humanas en América. En aquellos años, la escuela se encontraba en la planta alta del Museo Nacional de Antropología, en el Bosque de Chapultepec, y las “vacas sagradas” que se dedicaban a cazadores-recolectores en América no tenían idea de cómo se talla la piedra, dice el arqueólogo y profesor que ha formado a más de 40 generaciones en esa casa de estudios del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).

Con el cambio de la ENAH a su actual sede, en Cuicuilco, fue posible la construcción de un laboratorio amplio para extender todos los materiales que se necesitan examinar. Y en una esquina del salón se hizo un hoyo de forma cuadrada con piso de tierra. Ahí, los estudiantes tallan materiales líticos. En este laboratorio se regresa a los inicios de la cultura: se usan percutores (piedras para tallar otras piedras), cuchillos, bifaces, raspadores, navajas, agujas, puntas de flecha y arpones, como lo hizo el humano desde hace cinco mil o seis mil años: son réplicas de materiales diagnósticos. El nombre del Laboratorio de Tecnología de Cazadores-Recolectores, dimensiona la importancia de los grupos humanos anteriores a la invención de la cerámica y la agricultura como forma principal de obtención de alimentos, y destaca su aportación al desarrollo cultural del hombre, en tanto poseedores de un conocimiento sobre instrumentos, recursos y procedimientos de subsistencia. En el despacho científico, los instrumentos experimentales se hacen con rocas de diferentes tipos, de acuerdo con el material identificado en la pieza original: como sílex, obsidiana y riolita o basalto, y con los huesos de distintos animales. Patricia Pérez Martínez, responsable técnico del laboratorio, explica que la materia prima se desgasta de manera diferente: una obsidiana se rompe mucho al ser utilizada, el pedernal conserva mejor las huellas de uso, en tanto la riolita cuesta más trabajo observar su desgaste por los cristales incrustados. A través de la experiencia de la talla, los estudiantes aprenden a reconocer y a clasificar la lítica, es decir piezas talladas en piedra. “Pero no se trata sólo de hacer artesanía. Un trabajo experimental debe contar con un programa de investigación de objetivos específicos: debemos tener claro para qué se lleva a cabo. El fin es saber cómo utilizaron esa herramienta en el pasado”, explica la arqueóloga, al detallar que durante la elaboración de la pieza experimental es preciso observar todos los cambios que va sufriendo la roca para poder replicar los rastros del proceso. “No se puede hacer por completo analogías del pasado porque tenemos destrezas diferentes y distintas visiones del mundo: lo que permite la arqueología experimental es racionalizar lo que se estaba haciendo en la antigüedad. Sólo es una pista más dentro de un universo de posibilidades por analizar”.

El espacio es un laboratorio temático para desarrollar programas experimentales que nos permitan identificar la entrada de los primeros pobladores al continente y sus formas de organización y subsistencia, explica Patricia Pérez. También ensayan con la producción del fuego; recolectan materiales orgánicos para elaborar otras herramientas con madera, tallos, ramas, plumas; unen pieles… y se aventuran a pintar y tallar arte rupestre. A través del estudio del arte rupestre, apenas iniciado en 1902 con la aceptación del arte Paleolítico de la cueva de Altamira, en España, la ciencia comienza a bocetar al nuevo hombre de las cavernas: inteligente y sensible, capaz de expresar signos con significado y estética, manipular los recursos naturales para plasmar su pensamiento; dueño de una cosmovisión, advierte Ramón Viñas, académico de la Universitat Rovira i Virgili e investigador-colaborador del Instituto Catalán de Paleoecología Humana y Evolución Social (Tarragona, España), quien en días pasados ofreció un taller de técnicas de arte rupestre a los alumnos del laboratorio. En una conferencia sintetizó el panorama general del arte prehistórico del Pleistoceno (35,000 a 10,000 A.P.), de las sociedades cazadoras-recolectoras del Holoceno (10,000 a 5,500 A.P.), las agrícolas-pastoriles (5,500 a 4,000 A.P.) y las agrícolas-pastoriles con metalurgia (4,000 a 2,000 A.P.) en Europa. Detalló la categoría principal con la que se clasifica el arte de la prehistoria: el parietal realizado directamente sobre grandes superficies de cuevas, en abrigos y rocas al aire libre, y el mueble (portable) hecho en piedras de menores dimensiones… hueso… marfil… arcilla. Asimismo, compartió sus conocimientos sobre las técnicas substractivas y aditivas con las que se realizó el arte prehistórico: dibujo, pintura, grabado, técnicas mixtas, modelado en arcilla y utilización de relieves naturales, entre otros. En seguida, invitó al grupo a un área exterior de la escuela donde afloran rocas volcánicas. Ahí eligió una piedra más o menos lisa como lienzo para pintar.

Mostró desde la forma de moler los minerales que contienen pigmentos, su preparación con agua y consolidantes naturales, como la yema de huevo o la miel y luego pasó a su aplicación sobre la roca, con distintas herramientas experimentales que emulan a las diseñadas por los grupos precerámicos: dejó ver cómo una punta dura marca líneas interrumpidas por la textura rugosa de la roca, mientras una punta de material suave se acopla a la superficie permitiendo pintar líneas prolongadas. El grabado sobre piedra volcánica fue complicado, hubo que buscar en diferentes tipos de filo uno que funcionara: se experimentó con varias rocas convertidas en puntas, la mayoría se trozaban en pedazos pequeños. Pero lo más complejo para los estudiantes fue el uso del aerógrafo, elaborado con dos popotes de carrizo unidos en ángulo de 90 grados con un trozo de madera y un poco de resina. Había que soplar fuerte y cuidar que los pequeños orificios coincidieran perfectamente. El Laboratorio de Tecnología de Cazadores-Recolectores es cursado por un promedio de 12 a 20 alumnos por semestre dentro, de las materias obligatorias Historia de México I y Lítica, y es una asignatura optativa relacionada con la Prehistoria; sin embargo, al Taller de Técnicas de Arte Rupestre: Pleistoceno y Holoceno en Europa llegaron alrededor de 40 participantes, una cifra estimulante para una escuela donde todos los estudiantes de arqueología quieren excavar imponentes pirámides, finaliza con entusiasmo Patricia Pérez Martínez.

IMAGEN: Los alumnos con el uso de materailes se aventuran a pintar y tallar arte rupestre. Foto: Paulina Gurrola, INAH.