Articulo de Miguel Sobrino sobre el oficio perdido de los carpinteros.

En la arquitectura histórica, los carpinteros han tenido muchas veces un papel similar al de los tramoyistas en el teatro: a pesar de la importancia de su trabajo, cuando llega el momento de la representación, nadie se acuerda de quienes antes se han esforzado fabricando y aparejando los decorados destinados a arropar a los actores.

Canal Patrimonio_Miguel Sobrino González

Articulo de Miguel Sobrino sobre el oficio perdido de los carpinteros.

En una fase muy primeriza de la construcción, después de haber rellenado las zanjas para los cimientos y cuando los muros comienzan a elevarse allí donde no alcanza la mano de un hombre, comienza la labor de los carpinteros. Sin andamios no hay posibilidad de levantar muros, del mismo modo que sin cimbras no existirían apenas arcos ni bóvedas. El problema de cara a la posteridad es que todo ello, andamios y cimbras, se deshace una vez concluida su función.

Debemos rendir tributo a la labor de esos carpinteros, autores de obras destinadas por su propia naturaleza a desaparecer. Pero estamos obligados también a recordar otro tipo de trabajos en madera: aquellos que deberían haber subsistido, pero que a causa de diferentes desgracias (incendios, cambios de uso o, como diría Víctor Hugo, por culpa de cierto tipo de arquitectos y de restauradores) se han ido perdiendo. Nadie se sorprende de encontrar techumbres y artesonados de madera cubriendo templos y palacios, o bien conformando la estructura de sus coros o pisos intermedios; sin embargo, suelen faltar los tabiques, los batientes o las celosías que también poseían en abundancia. No es exagerado afirmar que la presencia de elementos de madera sería uno de los aspectos más llamativos de los antiguos edificios si pudiésemos verlos en su aspecto original.

Articulo de Miguel Sobrino sobre el oficio perdido de los carpinteros.

En la arquitectura fortificada, por ejemplo, la madera desempeñaba un papel sobresaliente. Como contribución a la defensa solía haber cadalsos que avanzaban en voladizo sobre los muros, y entre las almenas no era raro que se dispusieran manteletes abatibles para proteger a los defensores de la fortaleza. Las torres y los cubos de los castillos y murallas iban además muchas veces protegidos con tejados, lo que bastaría para cambiar por completo el aspecto de estas construcciones. Algunas de esas antiguas cubiertas llegaron hasta nuestros días, y fue el deseo prejuicioso de ver los perfiles almenados recortados contra el cielo lo que llevó a eliminarlas, disponiendo azoteas donde nunca las hubo (y causando, de paso, peligrosos problemas de humedad). Es el caso, entre muchos otros, de los castillos de Ampudia o de Sigüenza. Otras de estas estructuras se perdieron hace tiempo, pero en los muros hay huellas más que suficientes para imaginar su antigua existencia, como ocurre con los cadalsos que poseyeron la torre del Merino en Santillana del Mar o el castillo de Espinosa de los Monteros.

Y es que los elementos de madera no suelen valorarse si no poseen una vertiente ornamental que permita asimilarlos al mundo del “arte” y atribuirles un estilo. A nadie se le ocurriría analizar la Alhambra sin contar con sus techumbres de lazo, o describir tantas iglesias castellanas dejando de lado los artesonados policromados que cubren sus naves. Algunas de estas estructuras se han convertido en el principal atractivo de ciertas construcciones, como ocurre con la imponderable techumbre de la catedral de Teruel; pero no deja de ser sintomático que esta obra maestra de nuestra Edad Media deba su excelente conservación, entre otras cosas, al hecho de haber permanecido oculta durante siglos tras una falsa bóveda de yeso.

Los templos tenían, en fin, multitud de elementos lígneos, más allá de los artesonados que hoy admiramos. Un ejemplo muy ilustrativo es la iglesia de la Magdalena, una de las joyas románicas de la ciudad de Zamora. Se discute acerca de si su nave estuvo cubierta como lo está ahora, con madera, o si tuvo una bóveda que se hundió, aunque eso no es lo que importa ahora. En ese templo hay dos baldaquinos, que flanquean la embocadura del presbiterio y que han estado sujetos a distintas interpretaciones. La relación con otras iglesias románicas adscritas como esta a la orden sanjuanista (San Juan de Duero en Soria, San Juan de Portomarín…), orden que al parecer mantenía costumbres del culto oriental en tiempos de establecimiento del rito romano, dan pie a pensar que existía en ese punto una viga horizontal, de la que penderían las cortinas encargadas de ocultar el altar en ciertos momentos de la celebración. Pero es que, además de esa viga, cuya antigua existencia evidencian los apoyos en forma de ménsula que poseen sendos baldaquinos, el templo zamorano poseía mucha más madera: al observar su exterior, los canes que jalonan sus muros a media altura demuestran que poseía un amplio atrio porticado.

El único problema es que no estaba hecho con arcos de piedra, como tantos de los que existen aún en el románico hispano, sino con vigas de madera. De haberse conservado, ese atrio nos plantearía el reto de incluir la Magdalena de Zamora en el listado de los atrios porticados románicos, y de paso daría pie, una vez más, a valorar en su verdadera dimensión la aportación de la madera a nuestra arquitectura histórica.

Articulo de Miguel Sobrino sobre el oficio perdido de los carpinteros.

Por fortuna, en España se valora cada vez más la llamada carpintería de armar, en gran parte gracias a la labor, como historiador y como arquitecto, del gran Enrique Nuere. Sin embargo, siguen llevándose a cabo intervenciones en las que se ignora la madera (la sustitución de estructuras lígneas por otras de hormigón ha sido una constante; valga el ejemplo del torreón renacentista de Arciniega), desapariciones injustificadas (el caso del alero medieval de Salinas de Ibargoiti sirve aquí de ilustración) o bien otras en las que se plantea sin reparos la innecesaria sustitución de las piezas originales por otras nuevas. Así ha sido en la reciente y desdichada restauración de la casa-torre de Donamaría, la única que había mantenido intacto hasta hoy su cadalso medieval.

Manos a la obra

Para saber más del trabajo de los carpinteros, contamos con una documentación que vendría a equivaler a la labor de unos reporteros gráficos que hubiesen sido enviados al pasado con el encargo de recoger aspectos de la vida común, aquellas escenas que no suelen encontrar hueco en los frescos ni en los retablos: hay una enorme cantidad de imágenes (muchas de ellas, miniaturas incluidas en libros ilustrados) que sirven para documentar los sistemas de la construcción histórica. En estas pinturas se enseña, con la excusa de representar la construcción del templo de Salomón o cosas similares, cómo eran los andamiajes, los cimbrados, las grúas… es decir, todo aquello que normalmente no ha dejado rastro material después de cumplir su cometido en el proceso constructivo.

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IMÁGENES: Miguel Sobrino, artículo publicado en la Revista del Patrimonio.