Muchos lo notamos: hay fórmulas y expresiones que van asentándose en los últimos tiempos como verdades indiscutibles, frases y nombres que parecen instalarse en un podio contra el que no caben la opinión o la duda. Una de esas fórmulas es la llamada “eficiencia energética”. Su aplicación ―pertinente en el caso, por ejemplo, de una bombilla, para que su energía se convierta en luz y no en calor― viene moviendo multitud de intereses, influyendo en algo tan sensible como el valor económico de las viviendas. Nada menos.

Canal Patrimonio_Miguel Sobrino González

Parte de la secuencia de degradación de un muro de piedra_MSG
Parte de la secuencia de degradación de un muro de piedra_MSG

Cuando se viaja por lugares como Francia, uno ve las casas antiguas con sus carpinterías de madera tradicionales, que aparecen impecables gracias simplemente a que los propietarios las cuidan y mantienen. No es raro que los cristales sean también añejos, como revelan sus hermosas aguas y sus burbujas; tras ellos, las cortinas contribuyen a mantener la temperatura interior. Mientras tanto, la construcción actual defiende, en aras de la eficiencia energética, viviendas prácticamente estancas, con el fin de que no se escape un ápice de calefacción ni penetre una brizna de aire. Se trata de aislar el hábitat humano, un objetivo que encontrará algún reflejo en las facturas, pero que quizá pase otras facturas menos visibles en la salud de las personas. Porque un envasado al vacío conserva con eficacia, pero no permite el normal desarrollo de la vida.

En las casas eficientes se logra, gracias a los nuevos materiales de aislamiento y a las carpinterías con “rotura térmica”, que no exista interacción entre el clima exterior y el ambiente interior; pero como, por desgracia, las personas tenemos el grave defecto de transpirar ―no en vano, estamos compuestos en nuestra mayor parte de agua―, comienzan a producirse condensaciones y humedades que cuestionan la teórica eficiencia del aislamiento. Así que nos encontramos con que en muchos edificios recién construidos, cuyo proyecto se atiene a las máximas exigencias en ahorro de energía, debe recurrirse a posteriori a una solución que tiene algo de cómico: abrir rejillas en los supertecnológicos tabiques para (¡vaya por Dios!) permitir la transpiración.

El que acabo de exponer es un ejemplo más entre muchos otros que nos afectan y que vienen a coincidir en un mismo problema (ligado además a los excesos de la normativa): el olvido de que el medio ambiente no es algo que nos rodea y que podemos visitar los fines de semana, sino algo de lo que formamos parte. Respecto a los tipos de vivienda, es probable que el mejor ejemplo de confort se encuentre en una casa tradicional provista de agua, luz y calefacción y bien cuidada y mantenida. Desde luego, un buen aislamiento forma parte de ese cuidado, pero sin llegar a la monomanía actual; la diferencia entre una cosa y otra equivaldría a la que existe entre vivir enfundado en un traje de neopreno o llevar simplemente buena ropa de abrigo.

La interacción, que es lo que caracteriza a los organismos vivos, nos une con la tierra que habitamos. El suelo efectivamente “respira” (absorbe agua y también la expele por evaporación), y nuestro intento de estanqueizar los pavimentos es un nuevo error a tener en cuenta. En los núcleos tradicionales, la pavimentación moderna ha sido el motivo para que se dispararan las indeseables humedades. Cuando se impide la porosidad del suelo (y un pavimento tradicional se caracteriza por ser poroso), la humedad no tiene otro remedio que ascender por los anchos muros de carga de los edificios. Esos muros, saturados, empiezan a perder cohesión, se desconchan y hasta llegan a derrumbarse. En lugares donde el mortero es de yeso, como ocurre en muchos núcleos de la Mancha y de Aragón, el resultado de asfaltar las calles o de cubrirlas con empedrados sobre una cama de hormigón resulta especialmente nocivo.

Si a esto sumamos que el remedio aplicado a la descomposición de los muros suele ser el revoco o el rejuntado de las paredes con cemento (rígido, estanco y aportador de sales), el desastre resulta ya irreversible: no solo se impide la transpiración del suelo, sino la de los saturados muros, que empezarán a desmigarse alimentando el mito del “mal de la piedra”. Un mal que no existe, ya que la piedra, en estos y otros casos, no hace más que manifestar el maltrato que le estamos infligiendo. Si apuñalamos a un individuo, la policía no admitirá que arguyamos que se está desangrando porque tiene el “mal del hombre”; sin embargo, todo el mundo parece dar credibilidad al mal de la piedra, misteriosa entelequia que no deja de ser un nuevo síntoma de nuestros propios errores.

Todo es medio ambiente, y el patrimonio histórico constituye sin duda una de las piezas de ensamblaje más sensibles y evidentes entre la humanidad y la naturaleza que la envuelve y a la que pertenece. Los pueblos y los cascos antiguos de las ciudades demuestran que durante un tiempo se llegó a un equilibrio entre las creaciones humanas y la tierra que las sustenta y las surte de materiales. Hace tiempo pensé que la conservación del patrimonio histórico debería desgajarse de las distintas industrias culturales para, aliviado del afanoso trajín de la actualidad, formar parte de un objetivo común con la preservación de la naturaleza. En ese sentido, habría que ir hacia algo así como un ministerio de Patrimonio Histórico y Medio Ambiente, encargado de preservar lo que queda y de investigar métodos no para llegar al objetivo ―imposible y, además, indeseable― de aislarnos del entorno, sino para lograr integrarnos verdaderamente en él.

 

Palomar. Gatón de Campos. Lourdes Cardenal

 

El caso de los palomares

En varias ocasiones me han preguntado mi opinión sobre los distintos métodos que existen para evitar que las palomas aniden en nuestros monumentos, con los conocidos perjuicios que eso ocasiona: suciedad, parásitos, inutilización de canalizaciones… La industria no deja de inventar fórmulas, desde ristras de pinchos que se instalan sobre esculturas y cornisas (donde, sin embargo, es fácil ver a las aves cómodamente anidadas) hasta redes electrificadas. Yo no sabía decir qué solución de las existentes podía ser la mejor hasta que caí en la cuenta de que el problema de las palomas es un signo más de un desequilibrio general, fruto de nuestro divorcio de la vida tradicional. Ahora siempre respondo que para resolver definitivamente los daños producidos por las palomas no habría más que recuperar la antigua función de los palomares, donde estas aves encontraban mucho mejor acomodo que en las cornisas y tejados de las iglesias. Esta recuperación podría además resultar muy rentable, pues, además de ahorrar mucho dinero en sistemas de protección de dudosa eficiencia y en obras de mantenimiento, y de suponer la rehabilitación de algunas de las muestras más valiosas de la arquitectura popular, conllevaría la producción de recursos aparejados a la cría de las aves: pichones y huevos (¿hay algún cocinero dispuesto a resucitar en su carta estos manjares?) y abundante abono ecológico con que nutrir nuestros campos.

 

Un artículo de Miguel Sobrino para la revista Patrimonio, puedes leerlo completo AQUÍ.