Pocas cosas hay tan misteriosas como un campanario bajo las aguas y pocas cosas representan mejor el abandono y olvido de nuestros pueblos como un pantano anegando sus casas.
Canal Patrimonio_Maximiliano Barrios Felipe
Auténtico prisionero del progreso Sant Romà de Sau está paradójicamente a poca distancia de una megalópolis como Barcelona, forma parte de esas comunidades desaparecidas que engrosaron a mediados del siglo pasado una lista con más de medio millar de localidades que sirvieron para fertilizar los campos de otras tierras o convertirse en el motor energético de la industrialización a cambio de percutir en nuestro mundo rural y ser uno de los múltiples factores que han contribuido a esta España vaciada.El pantano del Sau embalsó las aguas del río Ter en 1962 sobre una vega ya de por sí afectada por el fenómeno de la emigración y despoblación. Las últimas bocanadas de vida del territorio sirvieron al cineasta Ignacio F. Iquino para rodar en 1955 “Camino Cortado”, donde se recrean los últimos instantes de la vida del pueblo antes de la inundación, la radio del coche de uno de los protagonistas vociferaba la buena nueva: A las 12 en punto un cohete dará la señal y las gigantescas compuertas de la presa vieja serán abiertas inundando el legendario San Román, pero un nuevo pueblo con casitas blancas y refulgentes se yergue en la cima de una de las montañas que circundan este valle pintoresco, estas serán los nuevos hogares de los habitantes de esta comarca. El tañer de las campanas de la nueva iglesia lanzará al espacio una prueba más de los adelantos de nuestra patria.
Drama de otro tiempo y de quizá una equivocada idea de progreso, hipotecó los sueños y esperanzas de algunas generaciones que vieron como la cuna que los vio nacer desparecería para siempre devorada por la sed sin consuelo de un futuro sin añoranzas. Como tantos otros, un poblado de nueva construcción, Vilanova del Sau, vendría a sustituir a un paraje idílico e irrepetible.
Todavía hoy, durante el estío o las épocas de sequía acuden aquí cientos de visitantes en peregrinación, como atávico recuerdo de su infancia perdida para recorrer sus calles fantasmales y escuchar en mudo silencio las ondas del agua en retirada y el eco de las palabras que despiden las piedras milenarias de su arquitectura ancestral. Entre ellas su iglesia románica del siglo XI, enseñoreada ahora más que nunca sobre las ruinas dispersas bajo el abrigo del imponente acantilado del Tavertet, donde se extiende lo que un día fue el caserío de un pequeño asentamiento medieval de los muchos que salpican el Pirineo catalán, aún hoy se observan los restos de su puente románico y los muros de las antiguas casas tradicionales.
Acabamos recordando a Unamuno y el Valverde de Lucerna de su San Manuel Bueno Mártir, metáfora de esa felicidad ilusoria en la creencia de un porvenir mejor para aquellos brazos que abandonaron estos pueblos y engrosaron la maquinaria de las nuevas ciudades donde se enmascaró la trágica e irremediable realidad de la perdida de sus raíces.
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