San Miguel de Lillo, Lorenzo Arias Páramo.

La escultura es la hermana pobre de las artes. Situada a medio camino entre la pintura, que se presenta con el pavoneo de un violín solista, y la gravedad violonchelística de la arquitectura, reina de las ciudades, a la escultura le queda el papel esencial pero poco lucido de la viola, ese timbre intermedio que sirve para empastar el sonido de un trío de cuerda a costa de situarse en un lugar indefinido y sin brillo.

Canal Patrimonio_Miguel Sobrino

San Miguel de Lillo, Lorenzo Arias Páramo.

Quizá por eso pudo desaparecer la escultura monumental durante más de medio milenio sin que pasase nada. Como si a nadie le importara su ausencia. Y es que durante toda la alta Edad Media, ese período de la historia que va desde el final del imperio romano occidental hasta la llegada del pleno Medievo, la escultura monumental dejó de existir. Un arte que había tenido un auge inusitado durante el mundo antiguo ―además de Egipto y Grecia, debe recordarse que en la ciudad de Roma la población de seres humanos (un millón) llegó a verse superada por el censo de seres marmóreos y broncíneos―pareció disolverse a partir del siglo V como un terrón de azúcar en agua. Las únicas obras de escultura pétrea que encontramos en los edificios altomedievales son los llamados relieves a bisel, tallas muy efectistas pero planas y sumarias; y es algo que va más allá del mundo cristiano, como demuestra el arte omeya de al-Andalus, donde la decoración esculpida se limitaba de nuevo a bajorrelieves en los que el uso ocasional del trépano o taladro aportaba notas de claroscuro. A lo más que se llegaba entonces era a intentar un ligero acercamiento al naturalismo redondeando el contorno de los relieves, como ocurre en algunas cruces inglesas o en los motivos esculpidos de Santa María del Naranco. ¿Qué pudo ocurrir para que la escultura monumental en piedra se volatilizara? No pueden aducirse las razones de una crisis general, pues, aunque fuese un tiempo crítico, entre los siglos V y X no se descuidó la arquitectura (campo del que el territorio hispano acopia el mayor y más variado patrimonio de la época), siguieron haciéndose pinturas murales y mosaicos, se copiaron libros, la orfebrería halló un momento de esplendor…

Entre los especialistas que le han dado vueltas al “misterio” de la desaparición de la escultura, pueden encontrarse argumentos de todo tipo. Aparte de explicaciones más o menos rebuscadas, hay alguna que roza lo esotérico, como la que aduce un supuesto rechazo hacia las imágenes de bulto, a las que se identificaría con los ya caídos ídolos paganos. Lo que no explica el autor de esa teoría es por qué entonces pueden encontrarse numerosas esculturas altomedievales, que incluso llegan a copiar deliberadamente la forma de los antiguos ídolos… pero que no están realizadas en piedra, sino en yeso o en estuco. La existencia de una escultura monumental en estuco recorre la alta Edad Media, abarcando todo occidente y el entorno mediterráneo; o sea, el territorio antes ocupado por Roma. De estuco son las grandes decoraciones de la primera fase islámica, desde Jirbat al-Mafyar (con sus raros altorrelieves figurativos) hasta Córdoba, y su rastro está patente en la arquitectura cristiana, desde los relieves visigodos de Melque hasta los de Sant Sadurní de Tavérnoles, ya del siglo XI. A la órbita carolingia pertenecen creaciones como el Carlomagno de Mustair, y a la lombarda la maravillosa capilla de Santa María in Valle de Cividale, con su sofisticado friso representando un cortejo de damas. Existiendo tantos altorrelieves de estuco o yeso, y constatando que en la piedra apenas se lograba pasar de los consabidos atauriques o de los relieves a bisel, hay pues razones para pensar que el problema no estaba en la escultura, sino en la piedra. Precisamente, la citada capilla de Cividale nos pone en la buena pista: mientras las representaciones de las damas de yeso (un material blando y maleable) son correctas y refinadas, los relieves de la mesa del altar, de mármol, son sumarios y torpes.

Los problemas de la alta Edad Media con la piedra no se circunscriben solo al campo de la escultura. Es en este largo período cuando se dio en mayor medida el acarreo y reaprovechamiento de materiales antiguos, sillares y fustes romanos que eran reinstalados tanto en la mezquita de Córdoba como en la iglesia visigoda de San Pedro de la Nave o en la capilla palatina de Aquisgrán. Otra vertiente de la misma carencia es la escasez de piedra labrada para la construcción: muy pocos edificios altomedievales poseen muros de sillería labrada ex profeso, pues lo que abunda es el irregular sillarejo o la mampostería, convenientemente disimulada luego con pinturas y enfoscados. No deja de ser revelador que en el momento de reinvención de la escultura monumental al calor del románico pleno se recuperase también el arte de la cantería: basta comparar para comprobarlo los muros de una iglesia del primer románico de otra construida a partir del último tercio del siglo XI. Pues bien: dando mayor amplitud a la pregunta planteada al principio, ¿cuál pudo ser el motivo para que durante quinientos años desapareciese no solo la escultura monumental en piedra, sino la propia cantería, y para que se buscasen con especial ahínco construcciones antiguas para aprovechar sus despojos? A mi juicio, la razón no fue otra que la desaparición de la metalurgia. A partir del siglo III la explotación de las minas de hierro sufrió un considerable retroceso, seguido por la decadencia de la propia técnica de transformación de los metales. De esa técnica depende la confección de armas, pero también de herramientas. No puede ser casualidad que por las mismas fechas y en los mismos lugares donde se recuperó la metalurgia, mediante las fraguas mozárabes y catalanas, se recuperasen también la cantería y la escultura. Simplemente, los artífices volvían a tener en sus manos las herramientas necesarias.

Con un simple cincel

La ausencia de herramientas como razón para la desaparición de la escultura se me “apareció” gracias a un encargo, la realización de un ambón para la iglesia mozárabe de San Cebrián de Mazote. Mientras mi colega Julio Peña se encargaba de la basa y del atril, yo debía tallar un frente de pilastra con motivos decorativos hechos a bisel. Para mi sorpresa, la veintena de herramientas que suelo utilizar para labrar la piedra (imprescindibles para llevar a cabo formas complejas) se redujeron entonces a una, un simple cincel. Es decir, el útil más sencillo de crear en una fragua precaria, como serían las de los herreros anteriores al renacimiento de la forja a partir de los siglos X y XI.

IMAGEN: San Miguel de Lillo, Lorenzo Arias Páramo.