Con junio llega el estío y a primera hora de la mañana, sin madrugar demasiado, tan solo lo justo para no pasar calor, tañen las campanas de un templo de origen románico en un pequeño punto de la Montaña Palentina. Es, aún hoy, una de esas iglesias que conforman el manto blanco tan magistralmente descrito por el monje cluniacense Raúl Glaber para referirse a las múltiples edificaciones con las que se cubrió la tierra durante el Medievo. Le arropan casi 1000 años, se dice pronto, diez siglos de historia e historias a los que ha sobrevivido sin despeinarse, diríase, que como Dios la trajo al mundo.
Canal Patrimonio_Alejandro Martín López_Carmen Molinos
Hoy, a un paso de 2020, de nuevo, ve arremolinarse a los vecinos a sus pies. No tantos como antaño, apenas 13, pero acuden prestos a la llamada, con otra indumentaria, con otras inquietudes, pero con similar espíritu. Las campanas no tocan hoy a muerto, ni a boda ni a bautizo, tampoco llaman a incendio. No. Quien las escucha identifica claramente el significado de su sonido. Hoy toca huebra, trabajo comunal. ¿La tarea? Doble: adecentar el viejo lavadero y el entorno del templo. Los habitantes de este diminuto pueblo de la montaña se remangan y se ponen a faenar mientras comparten risas y chascarrillos. La iglesia, el lavadero e incluso la propia huebra sobreviven gracias a ellos, porque para esta comunidad son mucho más que un edificio, un lugar de encuentro o un elemento histórico, son parte de su memoria, de sus recuerdos, del paisaje, parte, en definitiva, de su identidad y de su alma.
A escasos cientos de kilómetros en otro punto del mapa, en este caso, de la provincia de Burgos, con no poco esfuerzo, un alcalde ha logrado sacar adelante una campaña de recaudación de fondos a nivel internacional para restaurar de modo profesional el retablo de su pueblo. Un poco más al sur, en Valladolid, una asociación lucha por rescatar de la ruina un viejo monasterio abandonado para dinamizarlo y convertirlo en eje de futuro, demostrando, como ya hizo Peridis en Aguilar de Campoo con el esqueleto de un desvencijado cenobio premostratense, que Unamuno tenía razón al afirmar que “hasta una ruina puede ser una esperanza”.
Un patrimonio diverso que emociona
No hace falta irse muy lejos, no es necesario viajar a Notre-Dame para ver cómo las personas se ocupan y se preocupan por el patrimonio. Hay una diferencia, eso sí, el incendio en la seo parisina acaparó en apenas unas horas todas las miradas y los titulares. Medio mundo vivió en directo cómo un icono del Patrimonio Cultural desaparecía devorado por el fuego y en pocas horas, sintiéndolo como propio, buena parte del Planeta se volcó en su recuperación: rascándose el bolsillo unos, aventurando teorías otros o, simplemente, difundiendo para recabar más apoyos. Obviamente, la dimensión de París no es la misma que la de una pedanía del norte de Palencia;sin embargo, ¿no es el sentimiento de quienes se vuelcan con el patrimonio similar? Unos y otros sienten pasión, emoción por un elemento que consideran parte de su identidad.
El Patrimonio es tan rico, tan diverso, con tantas naturalezas y orígenes que, a menudo, parece tarea imposible abarcarlo en unas pocas líneas o abrazarlo de un modo global. Junto a grandes espacios de culto, se alzan inmensas moles pétreas concebidas para la guerra; las rutas invisibles que unen ciudades a miles de kilómetros de distancia conviven con otras más transitadas de paso obligado para peregrinos o turistas; la receta más básica de harina, agua y un poco sal, marida con la más compleja y abstracta utopía arquitectónica. Cada uno de estos ejemplos y otros tantos más que te puedas imaginar, unidos, conforman el Patrimonio Cultural, porque todos ellos son expresiones del alma y el genio de una comunidad humana. Personas que durante años, siglos e incluso milenios han visto en esa forma material o en esa ceremonia inmaterial un icono de identidad y han forjado con él o en torno a él un nexo de unión inquebrantable.
Este vínculo entre una comunidad humana y las viejas piedras, canciones, recetas o tradiciones que ha ido atesorando a lo largo del tiempo es tan fuerte, tan fundamental en el desarrollo de la cultura y el paisaje de un territorio, que a menudo ha sido objeto de ataques en tiempos de guerra o foco de episodios violentos y de represión. Hace siglos que estrategas y hombres de estado aprendieron que no hay mejor forma de destruir una sociedad que atacar aquello que constituye su herencia: su Patrimonio Cultural.
De la identificación a la acción
De ahí que las muestras de solidaridad, tristeza y alarma que prendieron mientras ardía la cubierta de Notre Dame fueron casi tan violentas como las propias llamas. Porque, la catedral, no solo es un ejemplo de gótico francés y de las restauraciones en estilo decimonónicas, sino también por ser un icono literario y visual, grabado en el imaginario colectivo. Esa demostración de músculo social y económico no solo acompaña al hogar de Cuasimodo, está ligada al Patrimonio Cultural en cualquier territorio, donde aún haya alguien que lo entienda como propio, como parte de su identidad.
La conexión es tan fuerte que puede vencer o al menos engañar a la despoblación. Un ejemplo claro lo encontramos en la provincia de Soria, donde no son pocos los pueblos deshabitados, a los que, pese a todo, año tras año, siguen acudiendo los herederos de la antigua vecindad para celebrar las fiestas y ritos del patrón. Las casas se abren, las colchas vuelven a sacudirse por las ventanas y de un arcón viejo se rescatan cintas de colores para adornar la ropa de los danzantes que acompañan la procesión bailando como si todo siguiese igual. Días antes, alguien ha vuelto a abrir la iglesia, la ha limpiado a conciencia y ha colocado flores frescas en el altar y en los pequeños retablos que aún guardan las imágenes de “santos segundones”. Es tiempo de alegría y melancolía a partes iguales. Quien abre el templo sabe que le quedan pocos años de cancerbero y se pregunta si habrá alguien que herede su función. La respuesta es sencilla, pero también dura: sí, solo si siente una conexión íntima y profunda con ese edificio, con esas piedras, con lo que significan el día de la fiesta y los bailes centenarios que la adornan. Sí, solo si entiende que ese Patrimonio Cultural forma parte de su alma.
Esa conexión inquebrantable del Patrimonio y las comunidades que le dan vida y lo habitan, que se identifican con él, es una de las herramientas más increíbles para aquellos que nos dedicamos a estudiarlo, conservarlo y difundirlo. No hay mejor defensa para el Patrimonio que la identificación. Esa unión mística, casi telúrica entre las personas y las viejas piedras, no solo construye paisaje, sino que lo preserva de su destrucción y abandono, es la llave de la historia para el futuro.
Regresando a la montaña, donde iniciamos nuestro recorrido, vemos como la huebra ha terminado. Algunos vecinos se van a casa a preparar la comida, otros prefieren seguir departiendo para arreglar el país en torno a un poco de queso y una botella de vino. Los más pequeños aún no saben muy bien qué es eso de la “huebra” y terminada la faena vuelven a correr y a disfrutar del frescor que les ofrece el viejo lavadero. A la misma hora, en la serranía de Soria, una abuela viste a su nieta, como hizo antes con su marido y su hijo. La mira con orgullo, es el primer año que danzará en la procesión. ¡Quién lo hubiera dicho! ¡Con las ganas que se pasó ella de moza! Pero en sus tiempos era impensable que una chica participara de la fiesta. Por suerte, las tradiciones también evolucionan y se adaptan a los tiempos y a las circunstancias. En un lugar donde apenas quedan vecinos, excluir a las mujeres sería acabar con los festejos por falta de danzantes. Sea como fuere, por uno u otro motivo, la ojos de la anciana se iluminan de emoción y en su rostro se dibuja una sonrisa de paz, la de quien sabe que su nieta no solo ha recibido la herencia de sus mayores, sino que la custodiará y se la inculcará a las próximas generaciones. El eslabón, la cadena estuvo a punto de quebrarse, pero vuelve a ser firme y segura.