Llueve sin parar desde hace horas. La superficie del mar parece hervir bajo el ataque de las gotas. Esta cala, que en verano está atestada de embarcaciones de recreo y veraneantes que se funden al sol, ahora parece hostil bajo los acantilados cortados a cincel y la sombra de los pinos mediterráneos que se asoman sobre el agua en un ejercicio imposible de equilibrio.

 

Canal Patrimonio_Alejandro Martín López

La cubierta del barco está encharcada y hacer la guardia de seguridad mientras mis compañeros trabajan, no es ni la mitad de social que lo era hace un par de meses, cuando al sol la borda estaba plagada de arqueólogos tomando el sol.

Es la hora de equiparse. Calzarse un neopreno todavía húmedo de la última inmersión no es muy agradable. Pero todavía es más complicado moverse por una cubierta empapada con más de diez kilos encima y resbalarse con las aletas puestas. Un salto y la cosa cambia. En superficie el peso ya no es tanto, y la humedad no es incómoda, solo es. Ya está. Nos miramos unos a otros y comenzamos el descenso. Como el cielo está absolutamente plomizo, los primeros metros de descenso parece que no nos llevan más allá que a un espesor informe y oscuro donde no hay nada de referencia. Después de unos minutos, una cuadrícula azul comienza a dibujarse sobre el lecho marino. Bajo ella casi una veintena de ánforas romanas en distintas posiciones dibujan la historia de un naufragio. Estamos en el reino del silencio.

 

Pasiones marítimas de un meseteño

Hace ahora casi dos años que comencé esta aventura de contaros por qué no entiendo un mundo que no estudie, proteja y ponga en valor el Patrimonio Cultural. Canal Patrimonio ha sido durante ese tiempo como esa amiga con la que arreglas el mundo a la hora del vermut los domingos. Que te escucha con atención y disfruta viviendo como tus historias saltan de los belenes napolitanos a Versalles, pasando por los castillos peninsulares. Pero sin embargo nunca hasta ahora había compartido con vosotros cuál es mi verdadera pasión. Tiene que ver con ese reino de silencio que aparecía arriba: la arqueología subacuática.

Soy consciente que de que si ser arqueólogo siempre va a acompañado de comparaciones cinéfilas de látigos y sombreros Fedora, en el caso de la subacuática el exotismo está asegurado, más aún cuando explicas que naciste a orillas del Duero. “¿Qué hace un zamorano estudiando arqueología subacuática?” me han preguntado cientos de veces: “Lo mismo que un barcelonés estudiando egiptología”, se convirtió en mi respuesta habitual. Pero qué hay de especial bajo la frontera líquida que logró sacarme de la meseta. Silencio.

Hay silencio, pero hay muchas más cosas. La arqueología subacuática y el patrimonio cultural que es objeto de su estudio conforman por definición la historia de los fracasos de la humanidad. Nada de lo que está bajo el agua fue diseñado para estar allí. En el algún momento se cayó por una borda, se hundió en un temporal que no supo capear, o incendiado bajo el fuego enemigo, o incluso se precipitó bajo el nivel del mar como consecuencia de un proceso geológico. En ocasiones se intentó un rescate de los objetos perdidos, pero por lo general, tras abandonar la superficie procelosa de la tempestad o la batalla naval durmieron durante siglos bajo la arena del fondo del mar.

Y así llegamos el equipo y yo a trabajar aquel día de lluvia en el norte de la costa mediterránea. Después de ocupar cada uno nuestro puesto comenzamos a trabajar, tras varios  meses de campaña estamos sobre el núcleo de lo parece ser un pecio romano del siglo I d.C. El trabajo bajo el agua usa herramientas distintas a las que se usan en superficie evidentemente y la manga de succión ayuda a levantar la arena o el lodo que protegen los restos arqueológicos, y tras unos minutos de trabajo comienza a aparecer el extremo de un ánfora romana. La primera vez que entre los granos de arena distingues un fragmento, tu respiración que es el único sonido que oyes durante horas, se acelera. Ahora ya tienes la certeza que la pieza está completa, como el resto de sus compañeras de transporte, además conserva aun el tapón de corcho que cerraba su boca para que el vino que transportaba hacia la frontera germana no se perdiese. Días después descubriremos que a parte del tapón el ánfora en cuestión también conservaba algunas semillas de uva. Uvas gran reserva del siglo primero.

 

 

Un yacimiento: tres historias

Probablemente el aspecto que más me ha llamado la atención de la arqueología subacuática durante el periodo que me dedique a su estudio es la capacidad de mostrarnos casi una foto fija de un momento determinado. Pero en esa foto fija siempre se esconden tres historias: la historia del puerto de donde partió la embarcación, la historia del puerto donde debía atracar y sobre todo, la historia de la tripulación que navegaba cuando la carga en el mejor de los casos, o la embarcación en muchos otros sucumbió.

La historia de vidas duras, a veces separadas de sus hogares miles de kilómetros, con lenguas, creencias y culturas diferentes. Cuencos reparados, para seguir comiendo el rancho, en la cerámica en la que grabaron sus nombres. Objetos que protejan a los tripulantes de las bestias que pueblan los mares. Pero no solo de los animales mitológicos hay que protegerse, y los peines para quitarse las liendres y piojos aparecen habitualmente desde pecios del siglo XII a.C. hasta pecios del siglo XIX. Productos tan exóticos como los huevos de avestruz, las defensas de elefantes, incienso o piezas de orfebrería. Otros cargamentos más mundanos también terminaron en el fondo del mar: botellas de ron, balas y piedra de sílex para los mosquetes de las guerras napoleónicas. Por el mar también viajaron las ideas y los mensajes revolucionarios, y en algunos casos tampoco llegaron a sus puertos de destino las monedas de Luis XVI con el cuello cortado que circularon durante la Revolución Francesa a falta de moneda propia del nuevo estado, o los monigotes satíricos de sacerdotes católicos dotadísimos que viajaban a bordo de barcos protestantes.

La arqueología subacuática nos lleva a ciudades castigadas por la peste (Venecia), a puertos victimas de tsunamis como el que se llevó por delante la ciudad más famosa entre los piratas del caribe –Port Royal-  o el puerto de Constantinopla. Otras ciudades se fueron hundiendo paulatinamente como Baia y Portus Iulius en el Golfo de Nápoles, pero al final quedaron resguardadas del paso del tiempo por las aguas mediterráneas.

 

Reconstrucción del pecio fenicio del barco Mazarrón II del s.VII a.C. Museo Nacional de Arqueología Subacuática (ARQUA) en Cartagena. Wikipedia_Nanosanchez

 

Una pasión para valientes

La arqueología subacuática, como ciencia es casi adolescente, aunque eso de recoger cosas del fondo del mar –más si son “tesoros”- siempre ha sido muy humano. En el contexto mediterráneo nos tendríamos que ir hasta los años setenta y en el caso español casi una década después cuando en los ochenta comenzaban los primeros trabajos de prospección arqueológica en las costas catalana y gaditana. Hasta entonces buceadores recreativos y buzos profesionales habían “rescatado” con buena fe objetos del fondo del mar, privándoles de un contexto arqueológico que nos permita entender la historia de aquel fracaso de la tecnología humana que ahora está custodiado en el fondo del mar.

Mientras tanto, nuestro pecio sigue excavándose mientras una de mis compañeras vuela por encima de nuestra cabezas haciendo dibujos con un lápiz reblandecido y al que no le queda más que unos centímetros para agarrarlo. Esta tarde, después de extraer las piezas más vulnerables, las mangas de succión volverán a funcionar ahora en sentido inverso y varios kilos de arena volverá a cubrir el pecio. Allí permanecerá bajo temporales invernales y el solaz verano, hasta que otro equipo de profesionales como el nuestro considere que necesita más información que la que nosotros hemos deducido.

Luego, en el ascenso, quince minutos de parada de seguridad para devolver a nuestros cuerpos a su estado natural en la superficie. Bromas, chistes escritos con mala letra en las tabletas de dibujo y el paso del tiempo con compañeros a los que confiarías tu vida. De hecho se la he confiado a más de treinta metros de profundidad, o atrapado en el fango de una rivera fluvial golpeada por la marea. A la sombra de los grandes titulares de los periódicos de tirada nacional y las polémicas internacionales sobre toneladas de oro (solo eran unos kilos en realidad) y plata, mis valientes compañeros y compañeras rescataban y rescatan a diario la historia de la relación de la humanidad y este reino de silencio. Porque que es el mar, sino refugio ante el peligro.

 

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