Las tierras de Guadalajara son pródigas en siluetas acastilladas. De extremo a extremo, desde Cantalojas a Villel de Mesa y desde Uceda a Cifuentes, los cambiantes paisajes que dibujan la Sierra Norte, el Señorío de Molina, la Campiña del Henares y la Alcarria están salpicados de arquitecturas que evocan escenarios remotos, tiempos de conflicto, emblemas de autoridad y viejas ínfulas señoriales. Fortalezas que rezuman a través de su silenciosa corteza pétrea historias del Cid Campeador, de don Juan Manuel, de doña Blanca de Molina o de los poderosos Mendoza.

 

 Autor: José Arturo Salgado Pantoja, Universidad de Castilla – La Mancha

 

Ocurre a veces, sin embargo, que el árbol no permite ver el bosque; veces en las que la potente fábrica de estas fortificaciones, con sus espesos lienzos y dominantes torres, ocultan a las miradas poco atentas otros detalles singulares como las arquitecturas religiosas que encierran sus recintos. Así sucede, por ejemplo, en Sigüenza, Brihuega y Zorita de los Canes, esto es, en tres de los testimonios más emblemáticos del patrimonio castral guadalajareño, aunque, para nuestra fortuna, esas joyas amparadas por unas defensas otrora infranqueables resultan hoy accesibles a quienes deseen visitarlas.

Sigüenza y su parador

La ciudad de Sigüenza, sede de un antiquísimo episcopado restablecido en 1124 por don Bernardo de Agen, es el primero de nuestros destinos. Fueron precisamente sus prelados quienes en esa misma centuria dieron forma y contenido al castillo que domina la urbe y el valle alto del Henares. Construida con sillarejo y sillar, esta poderosa obra reconvertida en Parador Nacional hace media centuria cuenta con una barbacana y un acceso monumental al norte, un generoso patio de armas y fuertes torreones almenados. A pesar de las reformas, algunas estancias como el salón del trono o el comedor grande emanan un encanto especial. Sin embargo, la perla oculta de esta voluminosa fortaleza es la capilla románica alojada en un cubo del flanco sureste.

Concebida para los cultos privados de los obispos, esta pequeña estructura presenta un aspecto macizo, con pocos vanos y una terraza almenada con su campanil. Sin embargo, nada de lo que desde fuera se contempla hace presagiar la divina armonía de su interior, iluminado por un ventanal en el eje axial e integrado por una pequeña nave y una mínima cabecera de testero recto. La robusta fábrica de parda sillería arenisca se eleva verticalmente hasta formar una bóveda apuntada que solo se interrumpe con un sobrio arco triunfal apoyado en dos pilares. La severidad del conjunto apenas se ve quebrada por los angulosos capiteles que rematan estos soportes, cincelados en ambos casos con las típicas hojas de palma abarrotaron el románico seguntino desde las postrimerías del siglo XII hasta bien entrado el XIII.

 

Brihuega: balcón al valle del Tajuña

La villa de Brihuega se sitúa 50 kilómetros al sur de Sigüenza, encaramada a un balcón que se asoma al valle del Tajuña. Este enclave también guarda una estrecha relación histórica con los mitrados, aunque fueron los toledanos, no los seguntinos, quienes aquí ejercieron su dominio. El señorío episcopal briocense, cuyo origen se remonta a una donación efectuada por Alfonso VI, atravesó su momento de mayor esplendor durante el mandato de don Rodrigo Jiménez de Rada: no en vano, fue entonces, en la primera mitad del siglo XIII, cuando el estilo gótico alcanzó estas latitudes en las que el románico resistía impertérrito al paso del tiempo. De perfil culto y enérgico, este prelado solía retirarse asiduamente a su morada alcarreña, donde podía disfrutar de la paz y el recreo que le proporcionaban los muros del Castillo de la Piedra Bermeja.

Aquella fortaleza de planta trapezoidal, mejorada y ampliada por los arzobispos, pero que más tarde acabaría arruinada e invadida por el camposanto, luce radiante tras su reciente restauración. Una atípica portada geminada con arcos de herradura y capiteles, preludio del singular conjunto que aguarda más allá de su umbral, permite el paso desde el patio al ala norte superior, donde se conjugan en perfecta armonía el anchuroso salón noble y la capilla anexa dedicada en tiempos al apóstol Santiago el Mayor. Encajada en un torreón, esta última distribuye su escueto espacio en un mínimo tramo recto y una cabecera poligonal que se torna semicircular al exterior. La portada apuntada, las nervaduras de las bóvedas y los diseños foliáceos de los capiteles conviven con los extraordinarios revocos conservados en el zócalo, donde se despliegan motivos geométricos de tipo mudéjar entre los que afloran elementos inesperados como algunos diseños vegetales y la imagen de un pez.

A caballo entre la inercia última del románico y los aires de un gótico que no llegó a consolidarse en estas tierras, este pequeño templo, concebido como el anterior para el uso particular de los prelados, revela en su cara externa cuatro ventanales abocinados y una amplia terraza sobre su cubierta. Conviene ascender hasta allí, a pesar de la estrecha y moderna escalera de caracol, aunque solo sea para detenerse unos minutos a contemplar en silencio el conjunto urbano de Brihuega, con sus innumerables edificios de interés, y el bravo paisaje alcarreño que lo ciñe.

 

 

Zorita de los Canes

Dejados ya atrás el Henares y el Tajuña, un tercer río, el Tajo, es vigilado en las tierras de la Alcarria Baja por la majestuosa ruina del castillo de Zorita de los Canes. Próxima a las divisorias con Cuenca y Madrid, esta fortificación de origen andalusí fue transformada por completo una vez que la Orden de Calatrava la recibió de manos de Alfonso VIII en 1174. Ese proyecto incluía la construcción de una iglesia prioral para los freires en el sector sur de la inmensa mole, con su nave rectangular abierta hacia el recinto interno y su ábside encastrado en la muralla a modo de cubo asomado a una cresta tobiza. Ante el hastial opuesto, el occidental, se instaló en el siglo XIII un curioso nártex cuadrangular que comunicaba el templo con el área claustral, la cementerial y una de las puertas del castillo; sin embargo, tanto esta pieza arquitectónica como la fachada y el campanario se vinieron a tierra en 1942.

Desde que este sector fuera reconstruido, un insípido arco brinda acceso al interior del edificio, donde aguarda al visitante uno de los espacios románicos más insólitos de la comarca. Pese a la pequeñez de la nave y la solvencia de sus muros, aquella queda ceñida por tres arcos fajones que caen sobre capiteles desprovistos de fustes y basas. Penden además de ellos unas argollas de hierro que en tiempos sostuvieron alguna clase de colgadura. Tras un cuarto arco, el triunfal, la robusta cabecera de sillar alza en su bóveda unos gruesos nervios cilíndricos de carácter ornamental que reposan en cestas igualmente pinjantes. Este espacio de la capilla mayor, presidido en tiempos por un crucifijo gótico que desapareció durante la Guerra civil española, tiene sobre su cubierta una terraza de marcado carácter defensivo y bajo su suelo la minúscula cripta dedicada a la Virgen de la Soterraña. Cuenta la leyenda que cuando la imagen mariana titular era sacada de su hipogeo regresaba milagrosamente allí, pero lo cierto es que en el siglo XVI fue trasladada a Pastrana por iniciativa de los príncipes de Éboli y nunca más volvió a su lugar de origen. Cuatro centurias y media más tarde, la graciosa talla policromada del siglo XIII permanece guardada a buen recaudo en la colegiata de la villa ducal, compartiendo espacio con otras obras de gran interés artístico.

No son estos tres los únicos templos fortificados que atesora Guadalajara, aunque sí los más significativos. Existen otros como el que se adivina en la desbaratada fortaleza sanjuanista de Alhóndiga. Hay incluso iglesias parroquiales en minúsculas localidades como Padilla del Ducado que fueron alzadas en crestas rocosas cual castillos, u otras en los que se erigieran torres almenadas, terrazas a guisa de garitas y cercas de piedra con cerrajas, causando el estupor y la condena explícita de los obispos. Son muchos los casos y combinaciones que podrían añadirse a los anteriormente expuestos, pero, por el momento, dejamos esa tarea pendiente para una futura ocasión.

 

Texto y fotografías: José Arturo Salgado Pantoja, Universidad de Castilla – La Mancha

 

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