A veces la naturaleza se muestra tan agreste y salvaje que cuesta creer que el hombre haya podido domesticarla para adaptarla a sus intereses. Sin embargo, ocurre, y algo así es lo que ha sucedido con la Costa Amalfitana, una zona del litoral italiano bañada por el Tirreno, situada entre el Golfo de Nápoles y el Golfo de Salerno.

Canal Patrimonio_ Pedro Luis Huerta

Amalfi

A lo largo de los siglos, los habitantes que han ido poblando esta tierra han sabido adaptarse a una abrupta orografía que no les ha impedido construir terrazas destinadas al cultivo de frutales y edificios colgados sobre las laderas de los Montes Lattari que se desparraman en cascada hacia el mar. La estampa que se ha creado de esta forma es espectacular, con promontorios cubiertos de casas multicolores, laderas aterrazadas y valles entre los que se intercalan recoletas calas o playas a las que se accede por escalinatas interminables. Un conjunto de atractivos patrimoniales y paisajísticos que le valieron en 1997 la declaración de Patrimonio de la Humanidad. Si a todo eso añadimos un clima benigno, una luminosidad especial, con increíbles puestas de sol y cálidas noches estrelladas, una sabrosa gastronomía local y el talante simpático y hospitalario de sus gentes, tenemos el cóctel perfecto para disfrutar de un viaje inolvidable que para muchos representa la imagen más cercana a lo que puede ser el Edén.  

Pero si para un creyente la llegada al mismísimo Paraíso no es fácil, pues antes hay que sortear las múltiples pruebas o adversidades que ofrece la vida, para un viajero del siglo XXI el acceso a la Costa Amalfitana tampoco lo es. Si queremos gozar intensamente de sus encantos hay que transitar por la endiablada SS163, la carretera estatal que une todas las poblaciones de este litoral, desde Positano a Vietri sul Mare, y cuyo recorrido es toda una aventura. Su trazado no ha variado desde que se abrió al tráfico en 1850, en tiempos del rey Fernando II de las Dos Sicilias. Sinuosa, estrecha, lenta, mareante…, todo lo que digamos es poco para definirla, pero merece la pena recorrerla para disfrutar de una experiencia única que ofrece, además, la posibilidad de contemplar unas panorámicas impresionantes. Es un atractivo más del viaje que no deja indiferente a nadie y al que, por tanto, no hay que renunciar. El murmullo del mar acompaña en los casi cincuenta kilómetros de la ruta, pero también los acantilados de vértigo, las laderas escarpadas, los cultivos de cítricos y las recónditas ensenadas.

El itinerario que aquí proponemos discurre de oeste a este, partiendo de Sorrento y finalizando en Salerno, las dos ciudades entre las que se intercala este tramo costero, pero también se puede realizar a la inversa. En total son trece municipios, parecidos en sus formas, pero distintos entre sí, cada uno con sus tradiciones y peculiaridades que los hacen únicos. Aunque todos tienen su encanto, hay tres que merecen una atención especial: Positano, Amalfi y Ravello.

 

De Positano a Amalfi

Encaramado en la montaña y envuelto por la vegetación mediterránea, Positano ofrece al visitante una estampa pintoresca. Con un urbanismo desarrollado en vertical y un enjambre de casas pintadas de tonos pastel parece evocar la escenografía de un belén napolitano lamido por las aguas del mar. Su imagen ya cautivó al novelista y premio Nobel de literatura, John Steinbeck, para quién Positano era “un lugar de ensueño que no parece real cuando estás en él, pero que se hace real en la nostalgia cuando te has ido”. Dos sensaciones contrapuestas, irrealidad y añoranza, que calan hondo en el subconsciente de cualquiera que haya pasado por allí. Hoy sigue siendo uno de los destinos preferidos tanto de la “jet set” internacional, como de turistas que buscan entre sus angostas callejuelas las decenas de boutiques en las que se venden las características prendas de la moda “made in Positano” o las tiendas donde hábiles artesanos te hacen al instante unas sandalias a medida.

Merece la pena descender hasta la Marina Grande y su playa, desde donde se divisa el minúsculo archipiélago de las “Sirenuse” o Li Galli, compuesto por tres islotes a los que se les suponía refugio de las míticas sirenas que con sus cánticos atraían a los marineros hasta las rocas para hacerlos naufragar. Domina esta parte del pueblo la silueta de Santa María Assunta con su cúpula de mayólicas, esa cerámica de esmalte multicolor tan característica de las iglesias de la zona.

Pero Positano no sólo es esto. Desde aquí los más experimentados andarines pueden hacer excursiones por un entorno natural apabullante. A través de una larga escalinata de 1700 peldaños se llega a Nocelle y desde aquí se puede seguir el sugestivo “Sendero de los Dioses”, con espectaculares vistas sobre toda la costa.

Siguiendo la carretera SS163 se llega a Praiano, en el promontorio de Capo Sottile, el lugar en el que fijó su residencia estival el dux de Amalfi, y donde todavía hoy llaman la atención los numerosos edículos votivos que decoran los muros de sus casas. Más adelante la vecina Furore, sobre una ladera cultivada de viñas y olivos, con su pequeño fiordo, y poco más allá, Conca dei Mare, donde es visita obligada la famosa Grotta dello Smeraldo. Desde aquí ya casi se divisa Amalfi, el centro principal y el corazón histórico de la costa a la que da nombre.

En los orígenes de Amalfi se mezclan los episodios legendarios con los propiamente históricos. Según una antigua tradición, Hércules se enamoró de la ninfa Amalfi, pero ésta murió al poco tiempo. Entonces el héroe decidió enterrar a su amada en el lugar más bello del mundo y para inmortalizarla asignó su nombre a la ciudad que él mismo construyó. Sin embargo, el relato histórico apunta en otra dirección más creíble que hace protagonista de su fundación a algunas familias romanas que se establecieron en esta zona en pleno siglo IV.

Amalfi tuvo siempre una indudable vocación marinera y comercial. No en vano, fue la primera de las cuatro repúblicas marineras que rivalizaron por el control del Mediterráneo. Las otras fueron Venecia, Pisa y Génova. Su hegemonía se mantuvo hasta el siglo XII, momento en que fue ocupada por Roger II de Sicilia. Hasta ese momento su potencial comercial se basó en los intercambios con el norte de África y con Oriente, especialmente con Bizancio. Exportaba cereal, sal, vino, frutas, armas o maderas a cambio de monedas de oro, especias, perfumes y otros productos exóticos. Aunque su importancia decayó, su código marítimo, la llamada Tabula Amalphitana, fue reconocido en todo el Mediterráneo hasta finales del siglo XVI.

Ravello

El centro urbano todavía conserva importantes vestigios de este brillante pasado, ocultos entre un intrincado callejero de angostos pasadizos y empinadas escaleras. Entre estos testimonios hay iglesias, capillas, conventos (algunos convertidos en hoteles), viviendas de la aristocracia mercantil y elementos defensivos. Por encima de todos ellos destaca la silueta del conjunto catedralicio, con su gran fachada-pórtico abierta a una concurrida plaza, la torre del siglo XII, la capilla del Crucifijo que alberga el Museo de Arte Sacro, la cripta con las reliquias de San Andrés traídas desde Constantinopla en 1206, las puertas de bronce realizadas en 1060 y el genuino Claustro del Paraíso, con sus arquerías entrelazadas. Todo ello rezuma un orientalismo propio de los contactos mantenidos con Bizancio y con Tierra Santa.

La exploración de Amalfi no debe finalizar aquí. Si queremos tener una imagen completa de lo que fue esta ciudad, hay que acercarse a otros lugares menos conocidos, como los Antiguos Arsenales, donde se construyeron las famosas galeras de combate de más de cien remos o el Museo del Papel, donde se muestra a los visitantes el proceso de fabricación de este material, tan ligado a la historia del lugar. No se sabe con exactitud el momento en que comenzó su producción en Amalfi, pero hay constancia de esta actividad desde antes del siglo XIII. En 1220 Federico II prohibió a los notarios del reino utilizar papel para la redacción de sus escritos pues se deterioraba con más facilidad que el pergamino. No parece que tal prohibición se llevara a efecto, al menos de forma taxativa, pues su uso se mantuvo en toda la Costa. Contribuyó a su expansión los dictámenes del Concilio de Trento que obligaba a las parroquias a poner por escrito las actas de los sacramentos, los eventos religiosos y las cuentas de fábrica.

El papel de Amalfi adquirió tanta fama que muchos escritores extranjeros publicaron sus obras en Nápoles, cuyas imprentas se abastecían de este material. Todavía hoy es posible comprar en Amalfi este producto hecho de forma artesanal y realizar un agradable paseo, entre fuentes y cascadas, hasta el “Valle dei Mulini” para contemplar las ruinas de antiguos molinos hidráulicos utilizados para la fabricación de papel.

Casi unida a Amalfi se encuentra la encantadora y minúscula población de Atrani que se asoma al mar con su maraña de callejuelas y travesías de sabor medieval presididas por el perfil inconfundible de la iglesia de la Magdalena. Muy cerca está la Gruta de los Santos , en lo que fue el antiguo monasterio benedictino de los santos Quirico y Julita, fundado en el año 986.

 

De Ravello a Vietri sul Mare

Una vez rebasado Atrani hay que abandonar la estatal 163 para ascender hacia el interior por otra estrecha carretera que serpentea entre terrazas de viñedos colgantes y árboles frutales hasta llegar a Ravello, el otro plato fuerte de la Costa Amalfitana. Su situación elevada hace que se muestre como un balcón natural que siempre ha fascinado a intelectuales y artistas, desde Giovanni Boccaccio, que inmortalizó su nombre en el Decamerón, hasta Greta Garbo que se alojó en una de sus famosas villas. Recorriendo sus calles se percibe aún la esencia de esa atmósfera de tranquila serenidad que tanto emocionó a estos personajes, aunque algo alterada hoy por el tránsito constante de turistas y visitantes. Además de la catedral románica de San Pantaleón, con sus puertas de bronce y otros tesoros artísticos que bien merecen una visita, podemos encontrar joyas arquitectónicas de una elegancia especial que reflejan a la perfección el ambiente glamuroso que siempre ha tenido Ravello. En la Villa Rufolo la naturaleza y la mano del hombre compiten para crear un lugar mágico. Su hermoso jardín –uno de los más bellos de Campania– con su exótico mirador y la torre medieval cautivó a Richard Wagner que se inspiró aquí para los escenarios de su ópera Parsifal. En recuerdo de ello, se celebran en este emplazamiento los conciertos del Ravello Festival, con un escenario suspendido en el acantilado que corta la respiración. Los mismos elogios se pueden aplicar a Villa Cimbrone, convertida hoy en un hotel de lujo. En 1904, el banquero y político británico Ernest William Beckett compró un antiguo edificio de origen medieval para transformarlo en una impresionante villa de recreo a la que dotó de un elegante belvedere que recibió del nombre de Terrazzo dell’Infinito. Entre sus muros se alojaron personalidades tan importantes como el mismísimo sir Winston Churchill o la ya mencionada Greta Garbo.

La ruta por la Costa continua por Minori y Maiori, poblaciones cuyos topónimos parecen hacer referencia a sus propias dimensiones. La primera fue un pequeño asentamiento elegido como lugar de ocio por los romanos, como lo atestiguan los vestigios de la villa del siglo I a.C. que allí se puede visitar. En el centro, se erige la iglesia de Santa Trófima, patrona del pueblo. Maiori, por su parte, fue un enclave fortificado que todavía conserva alguna de sus torres defensivas, además de la iglesia de Santa María a Mare levantada en honor a la imagen de la Virgen que fue rescatada del mar por unos marineros en 1204. A 4 km, al pie de la propia carretera 163, se encuentra el complejo rupestre de Santa María de Olearia, un antiguo monasterio benedictino de los siglos X y XI con capillas excavadas en la roca y pinturas murales de gran valor artístico.

El viaje va llegando a su fin. A pocos kilómetros de Maiori se encuentra Erchie, una pequeña localidad nacida al amparo de una antigua abadía benedictina abolida a mediados del siglo XV, y poco más allá, Cetara, un bonito pueblo de pescadores protegido por una fortaleza medieval y donde hay que probar la famosa colatura di alici, un condimento líquido obtenido a partir de la maduración de anchoas saladas. La última población de la Costa Amalfitana es Vietri sul Mare, célebre por su industria cerámica, y casi pegada a ella, la inconfundible Salerno, punto final de este fascinante recorrido por uno de los escenarios naturales más bellos del Mediterráneo.

Un artículo de Pedro Luis Huerta , Coordinador de Cursos y Publicaciones de la Fundación Santa María la Real