En los años (muchos ya) que llevo dedicado al mundo de la piedra, tanto en el campo de la cantería como en el de la escultura, creo haber evolucionado en un sentido contrario al que parece dictar nuestro tiempo: la mano ha ido ganando terreno a la máquina. Mientras la industria se empeña en dar forma a las piedras con sistemas cada vez más mecanizados (y con el apoyo añadido de la informática), yo voy encontrando nuevas ventajas a trabajar con mis útiles de siempre: mazas, cinceles, gradinas, punteros o trinchantes, idénticos por cierto a los que podía usar un artesano romano o medieval.

 

Autor: Miguel Sobrino González

 

En mi caso, las manos no han negado a la tecnología, sino que la han ido desplazando hasta el lugar donde creo que debería estar: el de un ayudante o auxiliar nuestro, al que acudimos cuando resulta necesario, pero que de ningún modo debe imponernos sus formas y ritmos. Hace poco tuve que hacer una nariz nueva para una escultura a la que se la habían roto. Saqué un calco de la superficie de rotura y pedí a una empresa especializada que me hiciera un pedazo de mármol con una superficie igual, para que la unión entre el rostro antiguo y la nueva nariz fuese lo más exacta posible; una vez adherido el fragmento, labré in situ el apéndice nasal con cinceles y escofinas. Tampoco dudo en dar cortes de radial si necesito vaciar una parte de una estatua que no permite golpeos, o de acudir excepcionalmente a la ayuda de un compresor si tengo que labrar unas cabezas en piedra dura y debo entregarlas con urgencia. Y, por supuesto, pido al proveedor los bloques con los que voy a trabajar cortados a la medida que preciso y con sus caras bien escuadradas. Pongo estos ejemplos para que se sepa que de ningún modo “me niego” a usar máquinas; lo que ocurre es que intento utilizarlas solo cuando considero que me ayudan, pero sin llegar a interferir en mi relación con la piedra que he decidido labrar.

¿De dónde viene mi desconfianza hacia la tecnología aplicada a la transformación de la piedra? Hay muchas razones, que intentaré explicar en el breve espacio de este artículo (otras cuestiones, como los acabados, se quedarán para otra ocasión), sin que el orden suponga en ningún caso que unas sean más importantes que otras. Me niego a aceptar, por ejemplo, intereses basados no en una idea de creación, sino de producción. La inmensa mayoría de los que en la actualidad se hacen llamar escultores producen sus obras, ayudándose para ello del auxilio humano o tecnológico que sea necesario. Eso acaba provocando que los que firman las esculturas no sepan siquiera cómo se hacen; son los “autores intelectuales”, aunque sea triste que dentro de esa actividad intelectual no esté incluida la curiosidad por conocer las técnicas del arte que dicen practicar.

Defiendo, así mismo, que el ambiente de un taller debe ser lo más agradable posible, del mismo modo que intento inculcar a mis alumnos las posturas correctas para situarse ante el bloque y para labrarlo. El ruido atronador de radiales, pulidoras y compresores convierte a cualquier lugar de trabajo en un infierno. Además, el uso prolongado del compresor afecta al pulso, esencial para un dibujante. Por contra, me gusta recordar que en un curso que impartíamos en Segovia, un hombre mayor que pasaba por la calle y oía tras una tapia el tintineo de las macetas nos preguntó si estábamos impartiendo un curso de música.

Hablando de docencia, el uso de herramientas tradicionales resulta imprescindible si queremos que nuestros alumnos aprendan no solo a dar forma a las piedras, sino a saber realmente qué es una piedra. Para apreciar ese material ―y, sobre todo, para ser consciente de su valor en las obras del pasado, a las que deberemos enfrentarnos para comprenderlas, interpretarlas y, en un momento dado, restaurarlas― es necesario haber experimentado cuánto pesa y cómo debe manipularse una piedra (con una mezcla de energía y delicadeza); cuáles son sus cualidades y limitaciones; cómo responde a las distintas herramientas… El estudiante al que se entrega un bloque recién cortado con radial (cuando la piedra, inerme ante la máquina, “parece mantequilla”) y que directamente lo trabaja con amoladoras, radiales y pulidoras, como he visto hacer en algunas escuelas del ramo, no llega a conocer verdaderamente el material, despreciando una oportunidad única tanto desde el punto de vista técnico como del humano. Es como haber tenido como compañero de trabajo a una persona buena e interesante y no haber aprovechado esa cercanía para trabar una fértil amistad.

Como estoy seguro de que ya existen demasiadas esculturas en el mundo (muchas de ellas, de hecho, creo honradamente que sobran), no veo el más mínimo interés en producir, como decía antes, otras nuevas. Mi actividad como escultor la justifico no por el objetivo de crear esculturas, sino por la experiencia que supone crearlas. Una escultura puede resultar, una vez terminada, mejor o peor, pero el hecho de labrarla mediante la técnica que utilizo, la talla directa, es siempre apasionante. Según esa técnica, que requiere un uso continuado del dibujo (como si las líneas de lápiz fuesen abriéndonos paso por las entrañas del bloque), las máquinas intervienen como intrusas, violentando el necesario ritmo pausado del trabajo. Una máquina actúa adelantándose a nuestro pensamiento, como un disparo, que somos incapaces de seguir aunque después no nos quede más opción que asumir sus consecuencias. Un desbaste a radial no nos permite meditar esa acción, y a veces nos percatamos cuando ya no hay remedio.

Preguntado por mi elección del trabajo manual (conozco a algún escultor que se ufana de “haberse librado” del trabajo de taller, diseñando sus esculturas por ordenador para que luego se las haga el correspondiente brazo robotizado), creo haber dado con una imagen bastante descriptiva y exacta: nuestra época nos permite volar en pocas horas de un lado al otro del mundo, y es estupendo que sea así; pero eso no debería hacer que renunciáramos a viajar caminando o usando una bicicleta. Como he intentado explicar al principio, no es algo incompatible, sino complementario: los aviones siguen volando a mucha altura sobre las cabezas de los peregrinos que, en número creciente, dedican semanas o meses a recorrer el Camino de Santiago. ¿Por qué no toman simplemente un vuelo? Evidentemente, porque lo que buscan no es solo llegar a Santiago de Compostela, sino enriquecer sus vidas mediante una experiencia que un viaje rápido les hurtaría.

En esa suma de vivencias (incluidos los fracasos) podría estar la clave de todo lo que he querido exponer en este texto. Y es que a lo que más se parece la labra de la piedra es a la propia vida, a sus expectativas, aprendizajes, metas alcanzadas y dejadas enseguida atrás, accidentes, errores y frustraciones. Dar a un botón para que una máquina materialice una escultura que antes solo hemos atisbado a través de una pantalla retrata esa esperanza fútil, y muy extendida, en que la tecnología resolverá todos nuestros problemas, creando un espejismo de efectividad que solo consigue desplazar a nuestras verdaderas capacidades (pues casi nadie diseña los programas informáticos con los que cree resolver su trabajo). Mientras pasamos el tiempo entretenidos con apósitos digitales de todo formato y pelaje, la realidad ―y las piedras se han empeñado siempre en ser una parte muy evidente de la realidad― sigue ahí fuera. Tomar en las manos las herramientas y usarlas para labrar un bloque de piedra quizá sea al fin un gesto de resistencia, y también un pequeño paso hacia la recuperación de lo humano que aún pueda latir en cada uno de nosotros.

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