Jaime Nuño se centra en este artículo de la revista en discutir la influencia de la minería en la provincia de Palencia, su utilidad y su legado.
Autor: Jaime Nuño González
Esta historia comenzó con un sacerdote al que le gustaba leer la prensa. Así contaba el episodio en 1881 Ricardo Becerro de Bengoa: «Una tarde del año de 1838 volvía de Aguilar de Campoo a Salcedillo, avanzando por el áspero sendero de la subida del monte, el joven cura párroco de este último pueblo, D. Ciriaco del Rio, que pocos días antes había leído en el periódico de Madrid El Castellano un artículo descriptivo sobre el carbón de piedra y su explotación. Al llegar al término que hoy se llama Casa Blanca, entre los pueblos de Orbó y Barruelo, acertó a distinguir, rodados por el suelo, unos trozos de piedra negra y lustrosa, que se apresuró a recoger y guardar con especial cuidado, en la idea de que pudieran parecerse a aquellas de que con tanto elogio se ocupaba el diario madrileño. Hizo arder parte de ellas en su agreste y elevado rincón de Salcedillo, ocupose de su descubrimiento con algunas personas entendidas de la comarca, volvió a reconocer el sitio, donde halló mayores y seguros vestigios de la existencia del mineral, y se decidió a acudir a Reinosa, a la casa de los Sres. Collantes, que ya desde hacía bastantes años explotaban con excelentes resultados su mina de carbón lignito de las Rozas. Formose allí la primera sociedad explotadora, y pocos años después empezaron los trabajos en la cuenca del Rubagón. Así se lo he oído referir al descubridor mismo, que veterano ya, pero animoso, continúa, al frente de su curato todavía. Véase hasta dónde alcanza la influencia de un pobre artículo de periódico, que más o menos científico y relegado tal vez a la sección de variedades, lleva en sus renglones la benéfica difusión y propaganda de los conocimientos útiles».
España estaba entonces inmersa en la Primera Guerra Carlista, pero la cotidianeidad transitaba en otro plano. A partir de ese momento los acontecimientos se desarrollaron rápidamente, danto lugar a una de las etapas más efervescentes en la historia de la Montaña Palentina, una aventura que duraría algo más de siglo y medio pero que fue tan intensa como dramática, tan enérgica como, finalmente, descorazonadora.
Los procesos
Tras el hallazgo de D. Ciriaco y el registro de las primeras minas —por cierto, muchas de ellas inscritas por diversos sacerdotes de la comarca—, las explotaciones empezaron en 1844 en la cuenca del Rubagón, en los denominados «Coto de Orbó» y «Coto de Barruelo de Santullán». Fue en un principio un trabajo ímprobo, resuelto en buena medida por el joven ingeniero de minas Rafael Gracia Cantalapiedra, que muy pronto se hizo cargo de las explotaciones de Barruelo y luego de Orbó. Partiendo de la situación de que la zona era eminentemente agropecuaria y que la minería requiere mano de obra muy especializada, la primera iniciativa de las empresas era atraer personal —promoviendo una intensa y creciente inmigración—, formar en estas tareas a los lugareños y, sobre todo, evitar que estuvieran descontentos y se marcharan. Así se pusieron en marcha una serie de iniciativas tendentes a mejorar su nivel de vida, con incentivos salariales, viviendas de nueva construcción, servicios sociales punteros —colegio, abastecimiento de agua, economato, sanatorio—, o una caja de socorros —una especie de seguridad social para el minero y su familia, alimentada tanto por los trabajadores como por la empresa— que, en conjunto, ponían al minero en unos niveles de bienestar muy por encima del común de los trabajadores de la época, incluso de los de las ciudades. Es verdad que no todos se beneficiaron de estas ventajas, que con el tiempo, además, se irían diluyendo.
La segunda mitad del siglo XIX fue un período de gran crecimiento, especialmente en la cuenca oriental, la del Rubagón, que producía hulla, mientras que hacia el oeste, donde los yacimientos eran de antracita, la cosa iba mucho más despacio. También se habían denunciado numerosas minas en la década de 1840 y se habían abierto algunas, pero el momento para la zona occidental, la de Guardo y La Peña, aún tardaría medio siglo en llegar. La rápida modernización de la cuenca del Rubagón le otorgó unas ventajas competitivas que la pusieron en la vanguardia de las explotaciones españolas. Así, fue determinante la construcción en 1864 del ferrocarril que unía Barruelo con Quintanilla de las Torres, enlazando ahí con la línea que iba hasta Madrid, ya operativa, y que dos años más tarde permitiría acceder también al puerto de Santander. Esta infraestructura convirtió a la capital de España en el principal mercado de las minas del Rubagón, hasta el punto que su alumbrado público se hacía con el gas destilado de este mineral.
En la década de 1870 «Barruelo se transformó en uno de los primeros centros de producción de España», en palabras de Becerro de Bengoa, mientras que las cuencas palentinas del alto Pisuerga y La Peña-Guardo seguían bajo mínimos por la rémora del transporte en carretas de bueyes, y habría que esperar hasta final de siglo para que eso cambiara.
En 1889 Mariano Zuaznávar, un ingeniero guipuzcoano que había sido ingeniero jefe de las minas de Orbó —donde dejó una histórica huella—, creó una sociedad con capitalistas bilbaínos para trazar un ferrocarril que llevara el carbón de León y Palencia hasta la floreciente siderurgia vizcaína. Esta línea, de vía estrecha, conocida como el Ferrocarril de Bilbao-La Robla se inauguró en 1894 y supuso el impulso definitivo para las explotaciones del occidente palentino y de la montaña leonesa. Fueron quizás los mejores años para todas las cuencas, impulsadas igualmente por la Primera Guerra Mundial, cuando España, como país neutral, no solo se autoabastece sino que incluso exporta mineral. Fue también en este primer tercio del siglo XX cuando el segundo marqués de Comillas, Claudio López Bru, gestiona las minas de Barruelo y Orbó y la mayoría de las de Castrejón de la Peña, poniendo en práctica un programa de paternalismo social de la patronal, como alternativa al creciente sindicalismo de izquierdas, que se materializó en un amplio programa constructivo, cuyo mejor ejemplo será la Colonia Obrera de las Minas de Orbó, convertida después en la localidad de Vallejo de Orbó.
Con buenas ventas para la industria, la siderurgia, el ferrocarril, e incluso para los hogares, poco se ocuparon los empresarios en invertir para mejorar la competitividad, y así empezó el declive, lento pero inexorable. A esta despreocupación se sumaron las consecuencias de la «revolución» de octubre de 1934 y después de la Guerra Civil, cuando el sector de Orbó se convirtió en frente de batalla durante un año y hubo una huida importante de mineros —muchos de ellos afiliados a sindicatos de izquierda— hacia zonas republicanas. Durante el primer franquismo la nacionalización de las explotaciones y la autarquía económica revitalizaron temporalmente la producción, pero estas cuencas estaban cada vez más anticuadas. A finales de la década de 1950 la demanda decae drásticamente, sobre todo por la electrificación del ferrocarril, y las minas se privatizan de nuevo. Una manera de mantener viva la demanda fue la creación de la central térmica de Velilla, que se inauguró en 1964, pero no fue suficiente, de modo que poco a poco fueron cerrando los pozos, también los negocios, e iniciándose una emigración masiva de quienes aún estaban en edad de trabajar. Fue un proceso muy largo, con algunos altibajos, vinculados a la existencia de más o menos subvenciones públicas. Pero a finales del siglo XX el empleo en la mina era casi testimonial, puesto que muchas explotaciones se realizaban a cielo abierto, donde la maquinaria era la fuerza de trabajo principal. El fantasma del cierre definitivo acechaba continuamente, algo que se consumó por completo en 2014, cuando ya solo estaban operativas dos minas en toda la cuenca palentina, Las Cuevas y San isidro, situadas ambas en Velilla. Empezó entonces el desmantelamiento de 170 años de historia.
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