Los castillos y fortalezas ocupan sin duda un lugar destacado en el imaginario colectivo sobre la antigüedad y nuestra herencia patrimonial; se trata quizá de los monumentos más universalmente reconocidos como tales y de los más atractivos y sugerentes.
Una artículo de Zoa Escudero
Lo tienen todo. Son grandes y admirables construcciones del pasado; están vinculados indisolublemente a gestas, aventuras, leyendas medievales, guerras y tesoros escondidos; también a desgracias y maldiciones. Aparecen en las películas y son protagonistas a veces de las novelas históricas y de relatos de misterio. Hay muchos, y ocupan parajes idílicos, enriscados en cumbres lejanas o en el entorno de ciudades y pueblos, a los que abrazan con sus murallas. Los hay de muchas formas y tamaños; de piedra, de ladrillo, también de barro y madera.
No hay pueblo que no tenga su torre, su puerta amurallada, su lienzo desdentado, o su gran fortaleza. Y si ya no se mantienen en pie, se guarda la memoria más o menos cierta de su existencia, y se representan en los escudos y banderas. Es que un castillo es un icono, un símbolo de poder y grandezas pretéritas, un vehículo que nos lleva directos a lugares fabulosos y a la histórica mítica de cualquier lugar, sea la menor de las aldeas o una gran ciudad.
A veces hoy los encontramos convertidos en museos, en hoteles y restaurantes, sedes oficiales, bodegas, residencias de lujo, o simplemente en ruinas más o menos turísticas, con el atractivo romántico que los acompaña siempre, y que a menudo no ha servido para evitar su abandono y destrucción. Es que, en el pasado más reciente, incluso hoy día, un castillo puede ser también una pesada carga imposible de mantener, uno de los tantos tipos de edificios y conjuntos monumentales sin dueño ni función, fuentes de problemas más que de beneficios, una vez desaparecidas las razones y sociedades para las que fueron construidos.
En el mundo se cuentan por decenas de miles; solo en España se calcula que hay más de 2 500 edificios que responden al concepto clásico de castillo, cifra que no incluye otros elementos como torres, ciudadelas, fuertes u otras estructuras defensivas, más los que ya solo quedan en formato arqueológico. Seguramente, dicen los expertos, que sumándolo todo, estaríamos hablando de alrededor de diez veces esa cifra.

Nuestro país puede alardear de ser uno de los que concentran un mayor número de castillos por kilómetro cuadrado, junto a Siria y Palestina, fruto de la intensa historia de enfrentamientos territoriales y de las muchas líneas de frontera a disputar y defender sobre el solar ibérico durante toda la Edad media y buena parte de la Moderna. Es probable que otros territorios –entiéndase Francia, Escocia, Austria o Alemania, por ejemplo- disfruten de conjuntos menos numerosos pero más espectaculares y mejor conservados.
Y este tema de la conservación es relevante, porque, tras caer en desuso a partir del siglo XVII, cuando las condiciones políticas y sociales dejaron de hacerlos necesarios, resultaron lugares incómodos e inhabitables, se abandonaron en su mayoría, pasando a ser poco más que reliquias –impresionantes, eso sí- convertidas en canteras, palomares, graneros, garajes, prisiones o cementerios. El aprecio y respeto que en estos tiempos les profesamos y que se reconocen en su protección legal, en tanto recursos históricos, venerables edificios o escenarios para eventos contemporáneos, no siempre fueron tales. No hay que ir muchas décadas hacia atrás para descubrir cómo, salvando excepciones concretas, estos conjuntos monumentales habían caído en situaciones de degradación y ruina progresiva, ante la indiferencia y la resignación de ciudadanos y gobernantes. Es reveladora la valoración que el legislador hizo en 1949, al redactar el decreto de protección de los castillos de España (de 22 de abril, BOE 125) que establece la obligación de conservarlos bajo la tutela del Estado cualquiera que sea su estado de ruina, dando por hecho que esa era la situación natural de estos edificios y que no había tampoco mucho más que hacer por ellos, salvo evitar que se acabasen de desmantelar. No sirvió en general de mucho la voluntad del decreto, ni tampoco la atribución a los Ayuntamientos de la responsabilidad de su salvaguarda. Faltaban décadas para que, además de intentar evitar su desintegración definitiva, los poderes públicos y agentes culturales tomaran conciencia del interés de darles un uso digno, acondicionarlos para la visita pública e incorporarlos a la oferta cultural y turística.
Para muchos de nosotros, sin embargo, la historia resultaría inconcebible eliminando de ella la estampa en el horizonte de estos nobles edificios, que nos acompañan en el presente de manera inevitable a lo largo de cualquier recorrido por la geografía y las crónicas de nuestros territorios.