La comparación de los cascos históricos en su estado actual con parques temáticos va camino de convertirse en un lugar común, una de esas concatenaciones de palabras que empiezan juntándose de vez en cuando para acabar formando matrimonios a la antigua, esto es, indisolubles.
Canal Patrimonio_Miguel Sobrino
Es preocupante que la empleen no solo quienes opinan (opinamos) en el curso de una conversación informal, sino también, usando letra impresa, algunos profesionales del pensamiento. El filósofo Javier Gomá confesaba hace tiempo (“Belleza sorprendida”, El País, 5 de mayo de 2012) que no acababa de gustarle “viajar a los lugares que fueron esplendorosos en el pasado y que ahora pervierten su genuina belleza heredada haciendo del turismo su principal fuente de ingresos. Palacios, templos, edificios civiles, mercados, plazas […] que ya no sirven a las necesidades cotidianas y reales de la población viviente; salones, cuadros, tapices, esculturas, vajillas, lámparas, joyas o mobiliario catalogados en museos y sin poseedores que les den uso.”
Su artículo defendía, idea encomiable, que no es fácil encontrar belleza fuera de lo que es útil —la utilidad aporta razón de ser y, por lo tanto, naturalidad—, pero sin distinguir entre lo que lo fue en su día y ya no puede seguir siéndolo (vajillas, lámparas…) y lo que nunca lo fue, lo que se concibió como adorno sin cometido (quedan para otro día los discursos de Adolf Loos o si resulta o no “útil” una escultura o un cuadro). Habría que añadir que algunas cosas asumen nuevas funciones cuando pueden visitarse libremente (por ejemplo los palacios), en vez de seguir siendo privativas de las clases altas; porque, ¿qué tipo de “población viviente” era la usuaria de aquellos “salones, cuadros, tapices”…?
En cualquier caso, en el artículo citado el argumento de la belleza ligada al uso caía en una trampa colocada por el mismo autor, cuando ponía como paradigma “la cerámica griega arcaica y clásica, ánforas y vasos de vientres tallados [sic] con idílicas figuras negras y rojas y usados para la modesta tarea de escanciar el vino mezclado con agua en los simposios.” ¿Quién usa hoy cráteras, ánforas e hidrias en su vida doméstica? ¿Tenemos otra opción que ver esas piezas, antaño utilitarias, tras las vitrinas de los museos?

Santillana del Mar
Lo que define a un parque temático es que toda su puesta en escena responde a un simulacro. Hace años, tras pasar allí la noche, me levanté muy temprano en Santillana del Mar, uno de los enclaves que más hace del turismo “su principal fuente de ingresos”. Estaba amaneciendo, y no vi a nadie más que a un hombre que conducía unas vacas hacia un prado y alguna otra persona del lugar dirigiéndose a sus afanes. Poco a poco, según avanzaba la mañana, los portones se fueron abriendo, los visitantes comenzaron a recorrer las calles y los comercios y los bajos de las casas se cubrieron con expositores forrados de postales y recuerdos; al cabo de unas horas, era difícil no ser arrastrado por la marea de cuerpos humanos que iba del museo Regina Coeli hasta la colegiata y viceversa. Por haber asistido al proceso, tuve claro desde entonces que lo que transforma a Santillana del Mar a ojos de quienes no madrugan lo suficiente es simplemente un disfraz, cuya naturaleza es la de ser contingente (igual que se pone se quita), y que acaso vela u oculta, pero no destruye, el cuerpo al que se adhiere. Cuando la trama urbana es más extensa que la de Santillana, compuesta apenas por dos calles con sus bifurcaciones, el trasiego turístico suele limitarse a un área determinada, quedando multitud de espacios dispuestos para los habitantes y los paseantes sin prisa. En Toledo, Granada o Venecia, por ejemplo, la mayor parte de la ciudad queda a salvo del travestismo comercial que exige el turismo.Sí, también los edificios y las ciudades se mudan y travisten, como actores capaces no solo de caracterizarse (lo que les permite adaptarse a ambientaciones y papeles diversos), sino que se ven también obligados, para subsistir, a ponerse una bata o un uniforme y trabajar los fines de semana en un supermercado o en un bar. Tratando sobre arquitectura monástica, escribí que “muchos palacios de la Edad Media hispánica consiguieron escapar a la demolición disfrazándose, haciéndose pasar por monasterios o conventos”. Habría que añadir que numerosos monasterios y conventos superaron los efectos de las desamortizaciones transformándose en cuarteles, ayuntamientos, hoteles, hospitales y, en momentos difíciles, hasta cárceles. La faz turística de las ciudades antiguas es pues una nueva máscara, acorde con las prioridades y gustos actuales, y no será la última; un disfraz que va permitiendo que se mantenga en pie algo que merece ser conservado. No debe creerse, funcionalmente hablando, que antes las cosas eran de determinada manera y ahora son de otra muy distinta; en realidad, no han dejado de cambiar de manos y de cometidos. Podría seguirse la trayectoria de algunos de nuestros monumentos más celebrados (desde la sinagoga toledana de Santa María la Blanca hasta la mismísima Alhambra) para constatar hasta qué punto tuvieron que pasar largos períodos entregados a funciones que rozan lo vejatorio.

Los que critican que hoy nuestras ciudades antiguas subsistan gracias al turismo han debido de seguir trayectorias profesionales muy rectas y seguras, algo que no suele lograrse sin apoyos congénitos; quienes no pertenecen a esa elite saben que, para salir adelante, a veces no hay más remedio que aceptar trabajos alejados de sus intereses y capacidades. Hablar de “genuina belleza heredada” suena a cierta añoranza de privilegios de clase, bien alejados de la suerte a la que se ve sometido el transcurrir vital de la mayoría de las personas y los monumentos. Ya se sabe que el turismo masivo trae calamidades, pero una cosa es fundarse en estudios rigurosos sobre determinados perjuicios demográficos o económicos (como la expulsión del comercio y los pobladores tradicionales) y otra mirar a los turistas con la alarma y el desprecio con los que algunos observarían la entrada a la Ópera de un grupo de adolescentes en camiseta.
No nos dejemos engañar por los disfraces y aprendamos a reconocer lo que bajo ellos permanece. Lo importante es que la arquitectura y los bienes atesorados en ella sigan ahí, donde los dejamos, a la espera del nuevo atuendo con que habrán de adaptarse a otros tiempos. Nuevos y, sin duda, distintos.
MÁSCARA O SUPLANTACIÓN
Lo que defiendo es la capacidad de las ciudades históricas para mantenerse en pie, amoldándose a los cambios con mejor o peor fortuna. Otra cosa es que la superficialidad aparejada a la mayor parte del turismo, mezclada con intereses especulativos, dé pie a la sustitución del verdadero patrimonio edificado por un simulacro. Un ejemplo claro lo tenemos en Salamanca, donde la mayor parte del caserío antiguo ha sido sustituido en fechas recientes por torpes réplicas. No se trata de edificios nuevos que se atienen a formas tradicionales de la construcción, lo que podría ser interesante, sino de una renovación total tras falsas fachadas pensadas para satisfacer una visión rápida, como un decorado teatral de nula calidad arquitectónica. No cabe pues generalizar, comparando a todas las ciudades históricas con “aldeas Potemkin” (falsos pueblos montados por el príncipe ruso de ese nombre para contentar a la zarina), como hace Sergio del Molino, sino solo aquellas donde ha habido una irreversible suplantación de la arquitectura real —o al menos de las construcciones no monumentales que componen el tejido urbano— por otra que solo imita su apariencia.
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