Según el diccionario de la RAE, “peregrino” es aquello que pasa por tierras extrañas, que va de un lugar a otro; y, también, algo “extraño, especial, raro o pocas veces visto”, a lo que puede añadirse que se encuentre a veces “adornado de singular hermosura, perfección y excelencia”.

Canal Patrimonio_Miguel Sobrino González

Que hay piedras literalmente peregrinas nos lo recuerda la vieja tradición de los caminantes a Santiago, quienes debían cargar con un bloque calizo en Triacastela para llevarlo hasta la catedral del apóstol. Como todas las costumbres jacobeas, esta tiene también un sentido pragmático: surtir de materia prima, en el último punto del Camino donde ello era posible, a las caleras que fabricaban la argamasa para la construcción del templo. Aparte de ese pétreo peregrinaje, lo cierto es que muchas piedras se han pasado el tiempo trasegando de unos lugares a otros. Contra lo que parece dictar su naturaleza, asociada a la inmovilidad, la arquitectura y la escultura han demandado desde sus mismos orígenes el viaje de las piedras, superándose de mil modos las dificultades que comporta el traslado de semejantes pesos.

El agua siempre ha sido una gran aliada para llevar a cabo ese transporte, con barcazas que recorrían el Nilo en el Egipto faraónico o, en toda época, naves surcando el mar. Los romanos, fascinados por los granitos rojos del norte de África, no vacilaban en acarrear bloques inmensos hasta la capital del imperio, donde habrían de convertirse en fustes de columnas para las termas y los templos. En la Edad Media primaba el sentido práctico, que llevaba a sacar el mayor rendimiento posible a las piedras locales; así se perfeccionó en ese tiempo la labra de calizas, granitos y areniscas. Aun así, ciertas empresas medievales demandaban proveerse de piedras especiales, peregrinas, aunque fuese para dotar de mayor ornato a altares y portadas: Alfonso III ordenó traer desde Portugal columnas de mármol romanas para su basílica compostelana (que son seguramente las mismas que luego se relabraron en las portadas románicas de Azabachería y Platerías), y las finas portadas de Santa María de Piasca se hicieron con caliza palentina, obligando a transportar los bloques a través de los difíciles caminos que atravesaban los Picos de Europa.

Además de esas importaciones menores, destinadas a elementos muy concretos de los edificios, el movimiento de piedras durante el Medievo cobró a veces una escala insólita. En la Rávena del siglo VI, el mausoleo de Teodorico se cubrió con una cúpula de un solo bloque, debido a que en ese momento no se sabía construir una cúpula por dovelas; lo más asombroso es que esa mole de piedra fue llevada hasta Rávena por mar desde las costas croatas. En la Inglaterra de los tiempos del gótico, la escasez de canteras locales hizo que se transportaran miles de bloques desde Francia (a cambio, los relieves ingleses de alabastro eran exportados a todo el continente como piezas de altar). Las cualidades de la piedra de Gerona, una caliza cuya resistencia permite labrar piezas de gran esbeltez, condujo a la producción industrial de fustes de columna para ventanales y claustros, que eran embarcados en Sant Feliú de Guixols hacia otros puntos de Cataluña, Valencia, Mallorca e Italia.

En Sevilla, en cuyo subsuelo no existe la roca, se levantó en piedra el mayor templo de la Cristiandad gracias a las barcazas que, surcando el río, surtían de material procedente de las canteras de Sanlúcar de Barrameda. La construcción en el puerto fluvial hispalense de la grúa del cabildo, destinada a descargar los bloques sanluqueños, se convirtió en una fuente de ingresos añadida para el templo mayor y, alquilada por los estibadores locales, en un acicate para la futura importancia portuaria de la urbe andaluza. A esa ciudad sin piedra comenzaron a llegar entonces desde Génova barcos comerciales que empleaban como lastre algunas columnas de mármol de Carrara. Al final, esas columnas marmóreas se convirtieron en una mercancía muy preciada, haciendo que en los patios y claustros de Sevilla desapareciesen los antiguos pilares de ladrillo de raigambre almohade, sustituidos por finas columnas genovesas. El Guadalquivir logró así consolidar la mixtura que dio pie al arquetipo constructivo sevillano, ya anunciado en las columnas marmóreas, procedentes de Madinat al-Zahra, que ornan desde el siglo XII la fábrica de ladrillo de la Giralda.

Si se habla de piedras preciosas es probable que nuestro pensamiento vuele hacia el mundo de la joyería; pero muchas piedras de construcción eran tenidas por tales. Usadas en puntos concretos de los edificios, su escasez aumentaba el aprecio que se les tenía, y su exposición era considerada una señal de estatus. En Santes Creus, el patio del palacio real muestra con orgullo un fuste de pórfido, el mismo material con el que está hecha una bañera romana que sirvió, en el mismo monasterio, como sepulcro de Pedro III el Grande. En los palacios reales de Sevilla o de Valencia se ufanaban de poseer columnas de mármoles coloreados. Entrado el Renacimiento, el jaspe de Espejón se convirtió en un material cotizado: una portada de la catedral de Sigüenza es llamada, haciendo honor a su materialidad, puerta del Jaspe, volviendo a aparecer en otros muchos lugares singulares: la portada o la escalera del palacio ducal de Berlanga de Duero, los lechos funerarios de los condestables en Burgos, el coro de la catedral de Toledo, las columnas del patio del palacio de Carlos V en Granada…

Como reina de las piedras usadas en la escultura y en la arquitectura, el mármol blanco tiene una trayectoria peculiar. Ya hemos visto que en Sevilla apareció, de modo casi impremeditado, a bordo de los barcos italianos; en la Atenas clásica, los templos arcaicos de piedra caliza fueron sustituidos por otros de mármol al descubrirse providencialmente la cantera del Pentélico, como si la misma diosa protectora estuviese regalando a la ciudad el excelso material con que habría de construirse su Acrópolis.

Es curioso el caso de la España medieval, donde no existía escultura en mármol salvo en aquellos lugares, como Tarragona, en los que era posible retallar bloques antiguos. En los reinos cristianos, cuando se querían llevar a cabo sepulcros o retablos suntuosos se usaba el alabastro, procedente de diferentes canteras de Guadalajara y Aragón, de modo que la aparición del mármol en nuestro país ha sido siempre asociada a la llegada del Renacimiento y, con él, de las obras (monumentos funerarios, pero también portadas o fuentes) importadas de Italia. Pero la ausencia de mármol en la España cristiana bajomedieval contrastaba con su abundancia en el entonces exiguo territorio andalusí, como nos hace recordar, sin ir más lejos, el festín marmóreo que ofrece el granadino patio de los Leones.

Lo que ocurrió fue que la llegada de artistas y materiales italianos coincidió con la conquista del reino de Granada, en cuyo territorio se encontraban las canteras de mármol hispanas. A partir de ese momento, ya no fue imprescindible buscar el mármol en Italia o Portugal o rebuscando entre las ruinas locales: y, para que no cesasen los viajes, conviene recordar que algunos de los monumentos marmóreos labrados en Granada por el burgalés Diego de Siloé tuvieron como destino ⸺tras obtener su peregrino material de las canteras almerienses de Macael⸺ lugares como la no cercana ciudad de Salamanca y, aún más distante, la villa guipuzcoana de Oñate.

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