¿Cuándo y cómo se fueron cubriendo nuestras calles y plazas de suelos de piedra (o, en algunos casos, de ladrillo)? Dejando de lado las bien compuestas calles romanas, parece que en los casos más antiguos se cuidaba sobre todo el transitado entorno de los edificios principales: en Córdoba y en Madinat al-Zahra, las mezquitas mayores estaban ya en época califal enmarcadas por vías bellamente empedradas.

Canal Patrimonio_Miguel Sobrino

Dibujo representando una calle de la Granada nazarí, a la altura del puente del Baño de la Corona (MSG-Antonio Orihuela)

 

En el siglo XVI, cuando el cabildo de Plasencia quiso realzar el entorno de la catedral, dispuso que se pavimentaran las calles y plazas que lo rodeaban. En Montblanc, la plazuela que precede a la iglesia conserva un empedrado antiguo muy adornado. En casos como estos, las calles y plazas hacían de preámbulo a los artísticos pavimentos que cubrían los suelos interiores de palacios y templos, de los que se tratará en otro artículo.

Hay constancia de que ciudades como Barcelona o Granada contaban con pavimentación desde la Edad Media (en el número 59 de la revista Patrimonio, disponible en este enlace, Fernando Castillo contaba que la antigua plaza de San Martín de Salamanca, cuatro veces más grande que la plaza Mayor barroca que la sucedió, fue empedrada a finales del siglo XV). Sin embargo, lo más habitual sería que tal avance para la comodidad urbana llegase a lo largo de la Edad Moderna, como en el caso de los famosos sampietrini (los adoquines negros que, a la manera de un opus reticulatum horizontal, cubren las calles y plazas de Roma) o de los adoquines de granito madrileños. Cabe colegir que el pavimento no tenía por qué comprenderse como una “operación general”, tal como la concebiríamos ahora, sino que debía ir avanzando según fuese necesario o respondiendo a iniciativas particulares o a planes como el del cabildo placentino antes citado.

Alfombra de canto rodado ante una puerta de Viniegra de Abajo (La Rioja) (MSG)

 

El caso es que, de forma parcial o general, en cada población era posible encontrar un pavimento específico, adaptado (como toda obra tradicional) a la provisión de materiales y al clima y el relieve topográfico. El material más común era el canto rodado ―fácil de conseguir y manejar y con cuya provisión se lograba también controlar el cauce de los ríos―, pero si no lo había se usaban losas o ripios, esto es, pequeños fragmentos de piedra irregular como los que antes pavimentaban las calles de Alcaraz. Dentro de un mismo núcleo, el pavimento formaba un papel importante en la definición formal y hasta simbólica de la arquitectura y del paisaje: se dibujaban escorrentías o rodaduras donde fuesen necesarias, se cuidaban de manera especial zonas nobles como las lonjas eclesiásticas, se dibujaban (como en las domus de época romana) bellas alfombras de guijarros más menudos ante los quicios de las viviendas…

Pero las hermosas alfombras pétreas que hasta hace pocos años cubrían nuestros cascos históricos han desaparecido casi por completo. Con la excusa de enterrar instalaciones, nivelar vías para el paso de vehículos o hacer el suelo más cómodo para ciertos calzados en los que cuenta más la estética que la ergonomía (de ahí vendrá lo de “echarle la culpa al empedrado”), los antiguos pavimentos han ido siendo sustituidos por asfalto, cemento, baldosas sintéticas o delgadas láminas de piedra asentadas sobre hormigón. No hay más que ojear alguna guía turística de hace no tantos años, quizá cuarenta, para comprobar la influencia determinante de la pérdida de los suelos tradicionales en perjuicio del ambiente urbano, y de su importancia cuando recorremos, todavía hoy, cascos históricos como los de Santillana del Mar, Ochagavía o Almonáster la Real. Mientras en algunos núcleos, como la burgalesa Retuerta, se cubrió hace poco con hormigón el fabuloso empedrado tradicional, en otros como Guadalupe se ha pretendido imitar, sin éxito, el riquísimo empedrado original, manteniendo algún retazo testimonial en la antigua puebla; también era reconocido por su belleza el de Poza de la Sal. Antes de ello, en una época tardofranquista caracterizada por una preocupación turístico-identitaria hacia el patrimonio, los ambientes tradicionales agraciados por las iniciativas públicas recibían un empedrado “normalizado”, con encintado y recuadros de canto que no sabían distinguir el marco geológico ni la historia específica del lugar donde se asentaban.

Aspecto de Viniegra de Arriba (La Rioja)

 

Y es que no solo cuenta lo que se pone, sino cómo se pone

En Santiago de Compostela, el enlosado que cubre sus calles viene siendo objeto de una atención especial, hasta el punto de que el Consorcio de la ciudad ha creado un taller de cantería dedicado a restaurarlo, mantenerlo y, en caso necesario, sustituirlo siguiendo métodos tradicionales; sin embargo, en la vecina Pontevedra se han suplantado las losas antiguas por otras cortadas industrialmente, dando al traste con esa “fachada horizontal” del bellísimo casco pontevedrés. En cuanto a las soluciones modernas, hay casos positivos como el del casco antiguo de Zamora, mientras el exceso de diseño suele dar frutos desastrosos, como el pretencioso muestrario de materiales dibujando una estrella en la plaza Mayor de Segovia. En este panorama, que queden algunas calles y plazas en las que no se ha removido el pavimento tradicional es casi un milagro. Lo hay en lugares como La Alberca o en las vías menos transitadas de otra población salmantina, Fuentes de Béjar; en la riojana sierra de Cameros hay lugares que los lucen, y pueden disfrutarse sobre todo en esas maravillas escondidas que son Viniegra de Abajo y Viniegra de Arriba. En Aragón, núcleos como Miravete poseen empedrados bellísimos en los que contrasta el tratamiento más convencional de las calles con los artísticos encanchados de la lonja eclesiástica. En Granada, el empedrado con cantos rodados de dos tonos, con ejemplos tan antiguos como los del atrio de la Cartuja, alcanza categoría de arte.

Pero el pavimento tradicional no supone solo una cuestión de estética. Como señalan quienes defienden contra aciagos planes renovadores el suelo de canto rodado que aún conserva, a la manera de último reducto, la leonesa plaza del Grano, un empedrado antiguo es parte de un ecosistema, cuya desaparición incide dolorosamente en la conservación de los edificios y en la calidad de vida de sus habitantes. Pero ese aspecto, muy ligado a esa exitosa ficción llamada “mal de la piedra”, merece ser objeto de otro artículo.

 

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IMÁGENES: Dibujos y fotografías de Miguel Sobrino.