Al principio fuimos nómadas. Seguíamos los pasos de los animales de los que dependía nuestro sustento y descubríamos nuevos territorios. Luego, cuando aprendimos a domesticar las plantas, fuimos a la vez domesticados por ellas.
CANAL PATRIMONIO_Eduardo Aznar Saiz
Nos sedentarizamos para cultivarlas y de ahí surgieron las aldeas, los pueblos, las ciudades y las actuales megalópolis. Pero la curiosidad por saber lo que se oculta detrás del horizonte y la pulsión por la aventura siguieron bullendo en nuestros genes.
Las primeras civilizaciones agrícolas-urbanas orientaron esos impulsos hacia la dominación, mediante expediciones de conquista; pero también promoviendo el contacto con otros pueblos para el intercambio de los productos necesarios para su recíproca prosperidad. Por tanto, fueron los embajadores y los mercaderes los primeros en viajar, con ese fin. El caso más emblemático en Europa es el de Marco Polo y sus viajes al imperio del Gran Khan (China), en el siglo XIII, aunque hubo otros viajeros medievales como Ibn Batutta, a través del islam (s. XIV), o la embajada desde Castilla a Samarcanda de Ruy González de Clavijo (1403-6), que aportaron valiosa información de primera mano acerca de las tierras, la organización social y las costumbres de los países que visitaron.
Sus relatos forman parte de una literatura de viajes que no ha dejado de seguir enriqueciéndose desde el Renacimiento con los cronistas de Indias, los exploradores españoles del Pacífico y las investigaciones de las expediciones científicas de los Ilustrados en el siglo XVIII, por citar algunos ejemplos de nuestro entorno cultural más próximo.
Pero todos estos desplazamientos obedecían a motivaciones políticas, comerciales, o religiosas en el caso de las misiones evangelizadoras y las peregrinaciones a Tierra Santa y el Camino de Santiago, en el mundo cristiano. Y no es hasta el siglo XIX cuando proliferan los viajes emprendidos por el mero placer de viajar; por el afán de conocer otros países, otras culturas y otras gentes. En esto fueron pioneros los jóvenes románticos ingleses de la época victoriana. Con sus periplos por las principales ciudades europeas y el mundo clásico greco-romano -que llamaban el Grand Tour- considerados parte esencial de su educación aristocrática, fueron los precursores del turismo.
En el siglo XX, sobre todo a partir del desarrollo de la aviación comercial, viajar dejó de ser el privilegio de unos pocos para ponerse al alcance de millones de personas. La industria turística creció de un modo formidable y su peso en las economías de muchos países es crucial. Tal es el caso de España y otros destinos de sol y playa en paraísos artificiales creados por las grandes cadenas hoteleras y los “touroperadores”. Naturalmente, su expansión se produjo según los criterios del modelo económico imperante -máximo beneficio cuanto antes– sin consideración de los costos sociales y medioambientales que conllevan.
La factura ya la estamos pagando. Se asfaltó y envenenó el campo, se sembraron de hormigón las costas y las playas, se destruyeron tejidos urbanos tradicionales y, con todo ello, los atractivos y la propia belleza de los lugares base de su negocio. La masiva afluencia de visitantes a los centros de las ciudades históricas como París, Roma, Venecia, Madrid, Barcelona y muchas otras, los está convirtiendo en sitios inhabitables y tan escandalosamente caros para sus vecinos que están siendo expulsados a la periferia.
En definitiva, tanto en el ámbito turístico como en los demás sectores de la economía, caracterizados por la sobreexplotación de los recursos naturales y la desmesura, es necesario encontrar un nuevo rumbo que valore los “efectos colaterales” causados por sus actuaciones sobre el entorno natural y urbano, así como su sostenibilidad a largo plazo.
En esta línea van iniciativas de turismo cultural en pequeños grupos guiados por expertos, como la promovida por la Fundación Santa María la Real del Patrimonio Histórico y otras instituciones; o el turismo de aventura y naturaleza, igualmente en auge, apoyados en la red de alojamientos rurales cada vez más numerosa y mejor dotada. España tiene mucho que ofrecer para satisfacer la creciente demanda en estos ámbitos. En su extenso territorio se dan los más diversos sistemas naturales que aún albergan una flora y una fauna de gran variedad y riqueza, a pesar de las graves agresiones que siguen padeciendo. A lo largo de los siglos, la península ibérica ha sido soporte de muchas civilizaciones y culturas que han dejado su impronta en el paisaje, en las ciudades y en los pueblos, con un rico legado de técnicas y estilos, conformando un valiosísimo patrimonio cultural.
Pero toda esta diversidad está siendo dañada por la globalización que atenta contra las distintas formas de vida y homogeneiza las diferentes culturas, hasta en los más remotos rincones del planeta. Quien quiera conocer lo diferente debe apresurarse a viajar. A viajar en el espacio -cada día más fácil-, a viajar en el tiempo, buscando el aliento antepasado -cada vez más exiguo- y a viajar en la conciencia, cada vez más necesario.
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