Hemos vivido, sentido y oído miles de historias de amor y aquellas que proceden de tiempos lejanos desatan en nosotros una mezcla de curiosidad y desasosiego. Imaginad al hombre más poderoso del mundo locamente enamorado de un joven efebo, que no sólo le corresponde sino que también le ama. Ya intuimos que tanto alarde de felicidad solo puede acabar de manera funesta. La historia que os voy a contar quedó grabada en los libros que se convirtieron en los guardianes del amor vivido entre el gran emperador Adriano y su joven amante, Antínoo.

Canal Patrimonio_ Cristina Parbole Martín

Los dioses no fueron benévolos con Antínoo, quien a la edad de 18 años murió ahogado en las aguas del gran río Nilo. Sabemos que había nacido en Bitinia (Asía Menor) hacia el año 110 d.C, pero desconocemos el momento en el que se produjo el encuentro entre ellos puesto que Adriano viajó a dicha región en los años 117, 121, 123 y 124. Desde el primer momento, realidad y mito se entremezclan pues Páncrates de Alejandría (siglo II d.C) nos habla de que fue en el desierto de Libia donde Adriano salvó a Antínoo de la muerte al matar a un león que lo estaba atacando, y que de la sangre que se derramó en la arena nació una bella y roja flor de loto a la que se llamó “Antinoeios”.

Adriano quedó prendado de aquel bello muchacho y desde ese momento Antínoo lo acompañó formando parte de su séquito. No podemos conocer fehacientemente la personalidad del hombre que enamoró al emperador puesto que los datos conservados son escasos; lo que nos ha quedado son más de ochenta efigies de Antínoo en esculturas y relieves. La tragedia sobrevino a la pareja en un viaje por las aguas del Nilo, Antínoo muere y los motivos de su pérdida continúan siendo un misterio. Algunos investigadores señalan que fue un nefasto accidente, otros hablan de conspiraciones por parte de la mujer de Adriano,Vibia Sabina, que celosa del joven no dudó en deshacerse de él. Y luego están aquellos que hablan de un sacrificio de amor, Antínoo se suicidó ante la creencia de que su muerte aseguraría una vida larga a su amado.

En cualquier caso, la reacción de Adriano a su partida es una muestra clara del amor que le unía al joven. El emperador funda la ciudad de Antinóopolis en el mismo punto donde el joven había fallecido, divinizó su figura y su culto se extendió por numerosas partes del imperio, dio su nombre a una constelación, emitió monedas con su efigie (un derecho sólo reservado a miembros de la familia imperial) y sus estatuas se convirtieron en modelos icónicos.

El paso del tiempo se ha encargado de enturbiar esta relación. Los posteriores pensamientos quisieron obviar cualquier tinte sexual y la Iglesia creó la imagen de un joven cautivo en las manos de un sádico emperador. No será hasta el siglo XVIII cuando se empiece a redescubrir esta fascinante historia de la mano del alemán Winckelmann. Un siglo más tarde será John Addingston Symonds quien en sus estudios sobre la homosexualidad vuelva a ligar la figura de Adriano a la de su fiel Antínoo. La historia de amor del emperador y su esclavo vuelve a resurgir cual ave fénix y autores como Oscar Wilde no pueden escapar a la pasión vivida entre las dos figuras:

“Háblame de aquel verde atardecer cargado de perfumes, cuando acostada junto a la ribera viste elevarse de la barca dorada de Adriano la risa de Antinoo, y cuéntame cómo bebiste en la corriente calmando tu sed y cómo contemplaste con una mirada ávida y ardiente el cuerpo de marfil de aquel joven y bello esclavo cuya boca parecía una granada”.
La Esfinge (1894).

El portugués Fernando Pessoa dedica en 1918 un poema a la triste despedida del joven Antínoo:

“La lluvia, afuera, enfría el alma de Adriano. El joven yace muerto. En el lecho profundo, sobre él todo desnudo, la oscura luz del eclipse de la muerte se vertía. A los ojos de Adriano, su dolor era miedo”.

Ya en el siglo XX será Marguerite Yourcenar en sus “Memorias de Adriano” (1951) la que dote de poder una historia tanto tiempo relegada. En las páginas de dicha obra el propio emperador narra el ferviente amor que sintió en su edad adulta por el bello Antínoo:

“Su presencia era extraordinariamente silenciosa, me siguió en la vida como un animal o como un genio familiar. Me maravillaba de su dura suavidad, de esa sombría abnegación que comprometía su entero ser. Y sin embargo aquella sumisión no era ciega; los párpados, tantas veces bajados en señal de aquiescencia o de ensueño, volvían a alzarse, los ojos más atentos del mundo me miraban en la cara; me sentía juzgado. Pero lo era como lo es un dios por uno de sus fieles […] Sólo una vez he sido amo absoluto; y lo fui de un solo ser”.

¿Quién no puede evitar emocionarse leyendo las palabras que Marguerite pone en boca de Adriano? Volar en el tiempo y volver a sentir el amor y desgarrador dolor que vivió el emperador. Y ya en fechas recientes, Adriano pasa su relevo a Antínoo quien en la obra de Manuel Francisco Reina “La coartada de Antínoo” (2012) relata en primera persona la pasional historia de amor que ha vivido al lado del hombre más poderoso del mundo

“Amarte a ti, Adriano, amar al emperador de Roma, me convertiría por esas guerras místicas del amor y del poder en el adversario de todo un imperio. Sin quererlo, me convertí en el antagonista de los hijos de la loba capitolina”.

 

IMÁGENES: Bustos de Antínoo y Adriano. Archivo FSMLRPH_ Jaime Nuño González