De la Edad Media suele destacarse el grado en que lo religioso penetraba en todos los órdenes de la vida secular. Pero para tener una visión equilibrada y completa habría que añadir que tal cosa conllevaba, como el envés de una moneda, que lo secular impregnase cada aspecto de la vida religiosa. El mundo civil se colaba hasta el interior de los templos, donde venían a convivir la celebración de los oficios sagrados con las fiestas de origen pagano, las reuniones gremiales, el simple paseo y hasta los tratos comerciales y la celebración de mercados.

Canal Patrimonio_Miguel Sobrino González

Visto así, cada templo medieval vendría a ser el núcleo de cada una de las células que conformaban el tejido social medieval, en cuyo citoplasma pululaban actividades de tipo civil que, de un modo u otro, tenían como inevitable referencia ese núcleo eclesiástico. La catedral era el templo mayor de la diócesis, pero también la sede del gobierno del territorio diocesano;  la iglesia parroquial presidía la actividad espiritual del barrio o colación, pero también servía de camposanto para los parroquianos y como centro social para festejos y para tratar cuestiones de interés común; el monasterio era un lugar para el apartamiento y la oración, pero servía al mismo tiempo como refugio de gentes en tránsito y como base para la ordenación territorial.

Sería ingenuo pensar que los monasterios eran solo centros dedicados a la devoción y el retiro. Esas actividades eran las que los justificaban, entroncándolos con su primitivo papel: pulir y organizar el azaroso auge del movimiento eremítico en la alta Edad Media. Igual que ha venido ocurriendo en cada período de crisis, en los siglos situados entre la Antigüedad tardía y el pleno Medievo tuvo lugar una huida masiva de los centros urbanos, huida que, coincidiendo con el período de confirmación del cristianismo, estuvo en ocasiones teñida de trascendencia. Como es lógico, los primeros anacoretas buscaron lugares despoblados para asentarse, convirtiéndose sin ser conscientes de ello en la avanzadilla para su repoblación.

El mundo monástico está lleno de paradojas. La primera es que fueran precisamente los monjes  ―es decir, los “solitarios”― quienes acabasen fundando un modelo perdurable de vida en común, que es lo que significa “cenobio”. Otra, no menor, es que en su deseo de apartamiento se descubriese muy pronto su enorme potencial como agentes para la civilización. Reyes y nobles apoyaron enseguida la fundación de monasterios, inventando muchas veces episodios providenciales (el hallazgo de una imagen sacra en el curso de una cacería, una curación milagrosa o la ayuda providencial en una batalla) como forma de velar sus auténticas intenciones: la consolidación de un territorio recién conquistado, la explotación de recursos naturales, la protección de una desdibujada frontera, la digna ubicación de sus enterramientos, el establecimiento de una red de alojamientos que sirviesen de estación en sus constantes viajes…

Lo que interesa en este breve texto es la relación de los monasterios con el aprovechamiento de un medio natural que llevaba ajeno a los procesos de humanización desde los tiempos de la decadencia de Roma; algo que parece estar implícito en la propia estructura de ciertas órdenes, como la cisterciense, con sus cenobios presidiendo una constelación de prioratos y granjas, gobernadas estas últimas por hermanos legos ocupados de actividades agrícolas y ganaderas. Debemos al movimiento monástico la resurrección de actividades que estaban abandonadas desde la Antigüedad, como la producción de vino y otras bebidas placenteras: en el famoso plano ideal de San Gall, del siglo IX, una de las palabras más repetidas para explicar la función de las distintas dependencias es “cerveza”. Los monjes se ocuparon también de explotar los bosques, trazando caminos en lugares hasta entonces infranqueables y levantando puentes para que esos caminos no se viesen interumpidos por los cursos de agua.

Máquina de molino tradicional. Santiago Sobrino

Pero hay que destacar sobre todo que los monasterios jugaron un papel principalísimo en el desarrollo tecnológico que tuvo lugar a lo largo de la Edad Media, desarrollo que ha sido denominado por investigadores como Jean Gimpel como una verdadera revolución industrial. Es sorprendente la cantidad de inventos y avances de todo tipo que proceden del período medieval, cuando ya no se podía contar, como en Roma, con la fuerza ilimitada de la mano de obra esclava y era necesario aprovechar la energía que ofrecía la naturaleza. Así fueron ideándose o perfeccionándose todo tipo de ingenios, molinos de agua y de viento, aserraderos, fraguas, batanes… No era raro que entre los miembros de las comunidades monásticas hubiese constructores (como Juan de Escobedo, monje del Parral, que recibió el encargo de reparar el acueducto segoviano) e inventores, como el famoso abad de Saint Albans, Richard Wallingford, creador de uno de los primeros y más perfectos relojes mecánicos, o el Rodrigo de Corcuera, abad inventor en San Zoilo (Palencia).

Cuando se elegía el emplazamiento para un monasterio, se contaba siempre con la presencia del agua no solo por ser imprescindible para la vida, sino por su capacidad para accionar los distintos artefactos que se aparejaban junto a su corriente; aún hoy nos sale al paso el agua cuando accedemos a monasterios como Santa María la Real de Aguilar de Campoo o Castil de Lences. En Fontenay todavía es posible contemplar el monumental pabellón de la fragua, con un gigantesco martillo pilón movido por la fuerza hidráulica. Y una enorme rueda para sacar del Ebro el agua destinada a las huertas es la que dio nombre, prevaleciendo sobre la monumental presencia del templo y sus dependencias anejas, al monasterio zaragozano de Santa María de Rueda.