En este artículo, publicado en la revista Patrimonio, número 56, el historiador Jaime Nuño nos invita a realizar un viaje al pasado, al siglo XII, para asistir a la consagración de la iglesia de San Pedro en Cervatos (Cantabria).

Canal Patrimonio_Jaime Nuño

iglesia de San Pedro, Cervatos (Cantabria)

Un domingo, 7 de noviembre del año 1199, Marino, obispo de Burgos, se dispone a consagrar la iglesia de San Pedro Apóstol en las tierras montañesas pero pantanosas de Campoo. Le acompañan en el sagrado acto el abad Martín, que regenta la pequeña comunidad de canónigos que atiende el templo, todos los vecinos de la aldea de Cervatos, en que se hallan, y muchos otros llegados de pueblos y comarcas del entorno, entre ellos quizás algún Lara, una de las familias más influyentes de Castilla, con grandes intereses en la zona. Es posible que incluso se hallen miembros de la cuadrilla de canteros que ha trabajado en la iglesia y que lo sigue haciendo en otros pueblos de los alrededores. No siempre hay ocasión para asistir a un acontecimiento tan relevante, por eso nadie falta y todo está preparado: las reliquias en el altar, las luminarias radiantes, el agua ya bendecida, ropajes nuevos para los oficiantes y telas de colores que cuelgan por uno y otro lado para realzar el momento. El templo es imponente, aunque ya tiene muchos años, pero lo que llama la atención especialmente es la torre que se acaba de construir y que no tiene rival en los alrededores, ni siquiera en el gran monasterio de Santa María de Aguilar. Por ello una inscripción se acaba de labrar en memoria de esta jornada.

Seguramente el día anterior había llegado el prelado burgalés a Cervatos y el abad Martín le quiso enseñar con detalle el edificio, con su buena cantería de sillares, su alto ábside, con sus bellos arquillos interiores, la amplia nave con capacidad para unos 160 feligreses… por lo menos. Le contó cómo el edificio se había construido en tiempos del abad Nuño, hacía exactamente setenta años, cuando el lugar era del rey y la comunidad la formaban monjes, no canónigos. Enfatizó el esfuerzo que habían tenido que hacer para levantar ahora la flamante torre de tres cuerpos, un monumental proyecto que superaba los recursos de la menguada comunidad y las aportaciones de los parroquianos, más bien magras porque la tierra no era muy fértil y el clima poco benigno. Le contó también –queremos imaginar– lo difícil que le resultaba recaudar las rentas que tenían, pues algunos de los lugares estaban a varios días de camino y los renteros olvidaban fácilmente sus obligaciones, pero que a pesar de todo le gustaría ver un día el templo con bóvedas en vez de con el sencillo armazón de madera que lo cubría, otro nuevo reto una vez conseguido el sueño de sustituir la vieja espadaña, con una sola campana, por tan poderosa torre.

Marino y Martín entraron y salieron de la iglesia una y otra vez, se maravillaron del tímpano de la portada, con fieros leones que, en medio de un vergel, protegen el acceso al espacio sagrado; hablaron de ese aire de arco de triunfo antiguo y de lo ejemplarizante que podía ser para el devoto reconocer las imágenes que flanqueaban el arco: a la izquierda Adán y Eva ante el árbol del Paraíso, la Virgen con el Niño y, arriba del todo el arcángel San Miguel alanceando al demonio encarnado en un dragón; al otro lado Daniel en el foso de los leones, San Pedro con báculo y llaves y, en el centro, un sacerdote en actitud de oficiante que las malas lenguas dicen que fue fruto del orgullo del antiguo abad constructor.

Detalle de la iglesia de Cervatos, Cantabria

A estos personajes y a su reducido séquito se fueron uniendo poco a poco los lugareños desocupados, que estaban encantados con tanto movimiento, con su gran iglesia y con su nueva torre, que se elevaba, enorme, por encima de las casas. Ya habían alabado antaño su grandiosidad según se iba construyendo y sobre todo –tal como contaban los abuelos que habían oído a sus abuelos– el techo de rojas tejas que brillaba por encima de las cubiertas de paja de centeno de la aldea; pero ahora querían oír los comentarios de los sabios. Sorteando las tumbas del cementerio el grupo se movía alrededor de la iglesia y el abad contaba al obispo lo bien talladas que estaban esas imágenes de animales, de hombres y mujeres, los músicos y los saltimbanquis, los demonios que nos recuerdan dónde acabarán los pecadores o esos caballeros victoriosos que nos protegen de todo mal. Comentaba el abad que él seguía prefiriendo estas imágenes que nos hablan del mundo vivo con sus criaturas y pregonan la grandeza de Dios y su obra a esa simplicidad ornamental que promueven algunos monjes nuevos, a quienes no acaba de entender. Él mismo había acordado con el maestro de canteros tallar para los capiteles de la torre algunos grifos y centauros, un caballero y otro Daniel –a quien el abad veneraba especialmente como ejemplo de humildad, pero que ahora los jóvenes no tenían ya en consideración– y hojas de las antiguas, frondosas y fuertes, como se imaginaba las del Paraíso. Y a todo esto el obispo asentía mientras los aldeanos escuchaban.

Bien pudo ser así la llegada del obispo Marino a Cervatos para la ceremonia de consagración de la que da testimonio aquel epígrafe y que los historiadores relacionan con la construcción de la torre. También pudo ser más apresurada y protocolaria, ¡quién sabe! Podemos imaginar unos comentarios de ese tipo, pero sobre todo cualquier historiador daría lo que le pidieran –se suele decir que el alma– por escuchar lo estos personajes pudieron decir sobre las numerosas escenas sexuales que aparecen en los canecillos, capiteles y metopas de esta iglesia y que han hecho de ella un símbolo del llamado –no juzgaremos aquí si adecuada o inadecuadamente– románico erótico.

Valorar hoy la presencia de esas esculturas en un templo es tarea compleja. Solemos decir que se trata de representaciones procaces, pecaminosas, soeces, eróticas, escatológicas o cualquier otro calificativo similar que supone ya un posicionamiento previo por nuestra parte. Los argumentos para justificar su presencia, desde nuestros ojos y nuestros valores, han sido múltiples: jocosa decisión unilateral de canteros, crudo aviso de los horrores del pecado de la lujuria, imagen del mundo terrenal con sus bajos instintos frente a la pureza celestial que se representaría en las esculturas del interior del templo, menosprecio del musulmán que estaría encarnado en estas imágenes, promoción de la natalidad por la permanente necesidad de brazos para trabajar y colonizar…. La verdad es que cualquiera de estas teorías, por sugerente que sea, no se mantiene con solidez, porque imágenes de este tipo las hay en pequeñas iglesias rurales y en grandes monasterios, en aleros del exterior y en los capiteles que decoran los arcos triunfales, en tapices tejidos para la realeza o en pilas bautismales, imágenes a veces difusas, pero otras veces bien explícitas.

Quizás lo más llamativo de todo es su amplia extensión por toda Europa, a pesar de que Cervatos sea, sin duda, el mejor ejemplo. Y muy significativo resulta también que su condena explícita y su mutilación sean más bien cosas recientes, como ocurrió con un capitel de Frómista en el que se representaba un desnudo y que durante siglos estuvo perfectamente conservado en su lugar en el interior del templo, pero que fue salvaje e intencionadamente destrozado a comienzos del siglo XX, mientras apeado de su sitio durante las obras de restauración del templo. ¿Fue morbo lo que vieron en estas representaciones las gentes del románico o es eso lo que vemos nosotros? Al fin y al cabo las viviendas del siglo XII no eran sino simples cabañas en su mayoría, con una sola estancia donde la familia se refugiaba, comía y dormía conjuntamente, sin lugar para la privacidad personal, incluso para los actos que ahora consideramos más íntimos. Quizás entonces, donde nosotros vemos morbo, ellos veían naturalidad.

 

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