Durante el pasado mes de octubre, la organización Hispania Nostra decidió incluir la ermita de San Julián en la Lista Roja del Patrimonio, uno de los templos románicos más antiguos de la provincia de Segovia, construido sobre una espectacular hoz, a cien metros de altura, no lejos de Sepúlveda, en el Parque Natural de las Hoces del Río Duratón.

Canal Patrimonio_Carmen de Pablos Martín

Reconozco que de siempre me han atraído las viejas ermitas en ruinas; casi siempre hay una en un enclave asombroso; es como si el templo, o lo que queda de él, diera un toque humano a un entorno natural ya de por sí sorprendente. La provincia de Segovia es rica en ermitas; casi trecientas pueblan su paisaje. Muchas han llegado hasta nuestros días y siguen protagonizando visitas, plegarias o romerías; otras, sin embargo, han ido declinando con el paso del tiempo y, perdida la razón por la que fueron construidas, siguen avanzando en la ruina más desoladora. De ellas, hay ermitas visibles y también invisibles: están allí, ignoradas, mimetizadas en su espacio, esperando lentamente el final.

Una de ellas es San Julián. Su patria es un cañón de pronunciadas hoces, de grandes cortados, de meandros casi imposibles, de rapaces surcando el cielo y de silencio, a veces abrumador. En este marco incomparable, entre el puente de Talcano, a los pies de Sepúlveda, y el puente de Villaseca, el río Duratón discurre muy encañonado y empieza a mostrar su hechizo: enormes farallones cársticos, millonarios en años y centenarios en altura, acompañan el serpenteo del agua y conforman verdaderas plataformas en su parte superior, como “penínsulas” abocadas al abismo del precipicio. Allí, sobre una de ellas, en la paramera caliza, pobre y pedregosa, escondida, casi invisible a la vista del caminante y virtualmente colgada de la alargada plataforma rocosa que configura una hoz en uno de los meandros del río, duerme en soledad la ermita en ruinas de San Julián.

Solemos identificar los valores de un paisaje por el arte, que ha sido de siempre la medida de lo bello. Arquitectos, pintores, fotógrafos, escritores, cineastas…. nos han marcado el camino a seguir. El por qué un escritor romántico, como Eugenio Hartzembusch, escogió este recóndito paraje sepulvedano para uno de sus dramas no fue casualidad, sino algo mucho más sencillo; cuando descubrió el templo, en su sorprendente enclave, no supo o no pudo resistirse a su atracción. Esa misma sensación debió de tener Leopoldo Torres Balbás, el arquitecto, al tomar fotografías de la ruina en lo que definió como parte de un paisaje extraordinario.

Sin embargo, además de toda esta innegable belleza natural, lo que de San Julián me atrajo no es lo que aún puede verse, sino lo que ya no se ve.

He visitado San Julián en varias ocasiones y he recreado su ruina en innumerables momentos, siempre siguiendo el mismo ceremonial: entro por su único acceso orientado al mediodía, donde un arco de medio punto, desnudo, desposeído de ornato, precede a su única nave. Pretendo fijar mi atención en sus viejos muros, curiosamente irregulares, de una rusticidad casi ancestral, pero nunca lo consigo, pues mi cerebro me obliga pertinazmente a dirigirme a la luz, a mirar a la derecha, al vacío donde una vez hubo un ábside.

No puedo evitarlo y camino, tropezando, hasta él, donde el templo se asoma al valle a través de este ábside ausente, desprendiéndose poco a poco por el precipicio del peñón, en roca viva, en el que se asienta al mismo borde del abismo, y dejando que el cañón, de alguna manera, entre en él.

(…) un risco escarpado, solitario, triste y silencioso, sin otra compañía que su iglesia, cuyas ventanas parecen los ojos de un vidente, contemplando a sus profundos pies el murmullo de las aguas del Duratón.
“Eulogio Horcajo , primer cronista de Sepúlveda”
A. Linage Conde

Imagino entonces ese ábside invisible, con sus tres altos y estrechos vanos enmarcados por dos arquivoltas, con sus pequeños capiteles vegetales, y recreo la hermosa bóveda que permaneció en pie hasta no hace tanto tiempo ; me siento después en uno de los maltrechos sillares caídos en forma de escalón imaginario en la misma roca viva y contemplo el precipicio desde el borde, absorbiendo toda la belleza del cañón. Y allí permanezco, en un San Julián que es ya todo luz, pues se ha fundido con el cielo a través de su hundida cubierta, desaparecida en la primera mitad del XIX, y me obligo a recrearla, mientras escucho el repicar de su campana inexistente.

Después vuelvo sobre mis pasos a través de lo que fue la cabecera de la iglesia, sorteando sillares que una vez fueron de una pequeña cripta , tan reducida que no se puede entender otra función que no fuera la funeraria. Dirijo la mirada a ambos lados, a lo que fue su presbiterio, y dos magníficos arcos ciegos simétricos, de medio punto, en sillería, me revelan a través de sus marcas de cantería que éste es un templo muy antiguo , de ese primer románico segoviano, del que la zona de Sepúlveda fue precursora.

San Julián guarda en su ruina el misterio de otro edificio escondido, que una vez sería un primer templo precursor. Su hastial oeste, visto desde el interior no miente y, a simple vista es perceptible que es de menor dimensión que el resto de la nave y que, en su momento, se completó a ambos lados con piedra distinta hasta conseguir el ancho definitivo. Me dirijo al muro interior y advierto que está además construido de forma diferente, en opus spicatum, como una “espina de pez”, en rústica filigrana de espigas almacenadas en un imposible zigzag de piedra no tallada. Allí intuyo lo que fue su clásica espadaña de dos vanos, que aún llegó a ver despertar el siglo XX, pero de la que solo un sencillo arranque en piedra guarda recuerdo de su pasado de siglos.

Pero a pesar de todo este vacío, de esta fractura que el tiempo y el hombre han modelado, hay algo en la ermita ausente que la hace especial. De este templo sepulvedano, posiblemente del XI, anterior a la “invasión arabesca” por su estilo románico o bizantino, se jactó el canónigo Horcajo, antes citado, de haber disfrutado de parte de su antiguo esplendor: Describe una hermosa construcción de arcos y columnas soportando elegantes ventanas y bellas cornisas; también describe su ábside vidente encarando la eternidad del vacío y su misteriosa cripta, con sus tres escalones, trabajados “a pico” en la misma roca madre en la que la iglesia se edificó. Podemos imaginarla imponente sobre el cañón, en su propia humildad constructiva, como una prolongación natural del escarpado barranco, siempre vigilante, siempre alerta, como si siempre hubiera estado allí.

Modelamos paisajes de los que nos servimos en nuestro devenir cuotidiano, y, concluida la utilidad para la que éstos fueron planeados, la naturaleza vuelve a poseerlos con virulencia, intentando borrar la huella humana que un día exhibieron. Así ocurrió en este caso. La hoz estuvo habitada desde tiempos anteriores a los que ahora consideramos Historia; de poblado pasó a ser castro defensivo, y después llegó a constituirse en pequeño núcleo de población, una aldea que se desintegró posiblemente en los albores de la Edad Moderna. En cualquiera de los casos, San Julián, o como se denominara entonces, se imagina como una pequeña plaza fuerte, admirablemente escondida y situada en una excelente posición estratégica para el control de ambos lados del río, de ciertas zonas del valle y también de la propia Sepúlveda. Además poseía una particularidad más, la de su casi perfecta invisibilidad desde el valle del Duratón. Era un escondite casi precioso en tiempos convulsos, aunque la pobreza del entorno, la precariedad del terreno o la dependencia de la villa, nunca favorecieron su desarrollo: era una aldea con un claro talón de Aquiles, el que constituían sus difíciles accesos, tanto para llegar como para desaparecer, si las guerras o la necesidad lo hacían necesario.

Restos de edificaciones cercanas a la ermita prueban que hubo efectivamente, en tiempos altomedievales, una pequeña aldea cristiana, existente, al menos, desde la segunda mitad del siglo XII y conocida como Hoz de San Julián. Sus restos son muy escasos, e incluso se confunden con los pedregosos suelos erosionados por el paso del tiempo, pero allí siguen encarando la fachada principal, cerca de un pozo o nevero, que a falta de uso en la actualidad, ha servido de abrigo a una higuera.

La Hoz de San Julián, que comenzó su historia de forma casi invisible, por su escondida posición geográfica, mantuvo esa invisibilidad hasta su desaparición. Se fundió con el resto de las tierras que rodean el alfoz de Sepúlveda y desapareció paulatinamente, sin ruido, sin pena ni gloria, sin rastro apenas. En el XIX, nuestra aldea fue declarada oficialmente despoblado , aunque realmente ya lo era desde siglos atrás, y ni siquiera hemos llegado a saber cuál fue su nombre real.

San Julián sobrevivió a su aldea y fue pasando de mano en mano, como un objeto prescindible o como una molestia necesaria. Su deterioro fue imparable; dejó Sepúlveda a finales del XVI para, durante dos siglos, pasar a depender de Castrillo de Sepúlveda. Presenció después la crisis demográfica y económica que trajo consigo el XVIII y, en circunstancias casi legendarias, llegó a pertenecer a otro de los pueblecitos del cañón, el Villar de Sobrepeña, ahora anejado a Sepúlveda, donde dicen que su campana adorna una de sus plazas.

El templo acabó su vida útil cuando la ruina empezó a ganar la partida a un edificio de siempre relegado al olvido, por encontrarse en el medio de la nada más absoluta; perdió su techumbre en el siglo XIX; sus piedras fueron reutilizadas, desmontadas o vandalizadas y sus escasos ornamentos siguieron el mismo camino.
San Julián es el gran desconocido del Parque Natural de las Hoces del Río Duratón, un espacio armónico que a nadie deja indiferente; el hecho de encontrarse en un imponente farallón sobre el río y al borde mismo del precipicio, hace de él algo más que una ruina; trasciende a un entorno de peculiares y hermosas características, que se configura en mirador de excelencia sobre el propio cañón.

Ahora caminamos por la parte superior de su hoz, un páramo desértico, yermo y pedregoso, rico en aromáticas que salpican la monotonía de su planicie: tomillo, espliego, mejorana o salvia, entre otras, atraen no solo nuestro olfato sino a la ganadería ovina de la zona. La ausencia de árboles recalca el dramatismo de este paisaje, que, sólo de vez en cuando, se ve salpicado por algún que otro arbusto. Algún enebro ocasional, y en mayor medida sabinas, se protegen a la sombra del templo y, cómo no, la higuera busca la humedad en el nevero a pocos metros de la ruina. Y sin embargo, no todo es aridez en este páramo; trescientos sesenta grados de belleza se ofrecen a nuestra vista.

Su ábside ausente ya nos ha desvelado el valle y nos ha proporcionado una de las vistas más sugerentes de la parte más encañonada del río: Un bosque natural de ribera de impresionantes tonalidades en primavera y otoño, donde conviven sauces y alisos, en busca de la luz solar, chopos al abrigo de los altos paredones rocosos, álamos, olmos, fresnos… Serpenteante, sorteando sus hoces imponentes, el Duratón, ese pequeño Duero, recorre encañonado los quince kilómetros que de Sepúlveda le conducen hasta la presa de Burgomillodo, desde donde vuelve momentáneamente a convertirse otra vez en río. Dicen que el cañón es silencio, y sin embargo todo aquí es rico en sonido y en habitantes, no siempre deseosos de presencia humana, desde las grandes aves, los buitres leonados, a los ánades, el cormorán o la esquiva nutria.

Desde el arco triunfal de la ermita, la margen izquierda del cañón nos interpela y nos engaña con espejismos que hablan de tiempos ya olvidados. Son los picozos, picazos o picachos… esas formaciones geológicas en forma de crestas, que por tener una fuerte inclinación y haber sido altamente erosionadas, desde la lejanía, nos recuerdan a torres medievales, ruinosas y abandonadas. Así es el picacho de San Julián, enfrente de nosotros, que será nuestra referencia para encontrar la escarpada senda que nos conducirá desde el valle al páramo donde se asienta la ermita.

El cañón nos sigue asombrando con un pliegue de rodilla, similar al sepulvedano, aunque de menor tamaño, y que se conoce popularmente como silla de montar o silla de caballo, por su popular y reconocible forma. Aunque más erosionado, sus estratos verticales, tan llamativos, al igual que el picozo, nos hablan de cómo se formó este ecosistema calizo.

A nuestra derecha, en la misma margen del río, al fondo, una zona más clara que el resto nos anunciará las antiguas canteras de piedra rosa del Villar de Sobrepeña, usada tanto en edificación como en arte y artesanía y que el mismo Machado glosó en su conocido poema al escultor sepulvedano Emiliano Barral.

… Y tu cincel me esculpía
en una piedra rosada,
que lleva una aurora fría
eternamente encantada.

………….

¿Puede pedirse algo más? San Julián duerme en los planos y en las guías del Duratón, en las fotos de los excursionistas, en los blogs de aquellos a los que su estampa ha sabido atraer y en la memoria colectiva de los pobladores de la zona. De vez en cuando aparecen sobre él una mención, unos cuantos párrafos en artículos, libros, revistas o tesis doctorales. Pocos saben de su existencia. Nunca como ahora ha podido ser conocido y sin embargo va agonizando día tras día en la soledad del cañón. Es invisible. Es curioso, pero, sorprendentemente, sigue desafiando el paso del tiempo. ¿Hasta cuándo?

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