¿Sería posible plantear, en un ejercicio de imaginación, como podría ser un futuro vanguardista sin internet y sin electricidad? Escritores como Julio Verne en “Veinte mil leguas de viaje submarino” (1869) y H.G. Wells en “La máquina del tiempo” (1895) lo hicieron. Construyeron un hipotético mundo paralelo al nuestro a partir de especulaciones científicas basadas en aparatos mecánicos, maquinas a vapor e inventos “sui generis” como las baterías de sodio-mercurio instaladas en el submarino Nautilus que el capitán Nemo conducía a través de las profundidades marinas.

 

Autora: Sonia Sánchez Recio

 

En la construcción de estas ucronías decimonónicas no tienen cabida los generadores de corriente continua de Thomas Alba Edison, por formar parte de la evolución que conocemos, pero sí tienen su lugar -como propuesta de ficción especulativa- las instalaciones de corriente alterna que Nikola Tesla diseñó para la ciudad de Colorado Springs o las citadas baterías que generaban una primigenia electricidad acuática para el Nautilus.

Tesla mantuvo una relación de rivalidad con Edison; una verdadera “guerra de corrientes eléctricas” a finales del siglo XIX, que se refleja en la película El truco final, (Christopher Nolan, 2006), en la que el polifacético David Bowie interpreta a Tesla. Un largometraje en el que compiten además dos “ilusionistas”: los magos Robert Angier (Hugh Jackman) y Alfred Borden (Christian Bale). El complejo y barroco Nolan se permite ciertas licencias respecto a Tesla-Bowie, al que Angier contrata para que fabrique una máquina de “teletransportación”, ya que desea superar a Borden en su truco del hombre que desaparece (y reaparece). Si bien al principio el “Tesla ficticio” parece llevar a cabo sus experimentos con electricidad de manera creíble, muy pronto los inventos parecen devenir en artefactos imposibles para la época, como ocurre con las “pseudo clonaciones” de gatos. El truco final se mueve en los márgenes de una nueva corriente estética y narrativa: el steampunk, también descrita como la “ciencia ficción de la era victoriana”.

El steampunk muestra inventos imposibles para la época, sociedades “retrofuturistas”, en las que la imaginación y la tecnología anacrónica van unidas, y una rica imaginería que forma parte de películas como La liga de los hombres extraordinarios (Stephen Norrington, 2003) y Sherlock Holmes (2009), título con el que Guy Ritchie iniciaba su saga sobre el detective británico.

La principal coordenada espacio-temporal en la que se mueve el steampunk es la Inglaterra victoriana -el Londres de la Revolución Industrial-, aunque tampoco desentona el París decimonónico, incluso la metrópoli de Nueva York, que en esa época comenzaba su despegue económico, como muestra Martin Scorsese en Gangs of New York (2002).

La cronología abarca desde finales del siglo XVIII hasta el declinar del XIX, cuando aparece el motor diesel. El límite es temporal, conceptual y sobre todo estético, ya que la dirección artística de películas como la post apocalíptica Mortal Engines (Christian Rivers, 2018) se inspira en las máquinas de hierro y vapor, con su aspecto pesado y oxidado -como de “armatoste”- y en los engranajes mecánicos, como los que figuran en el western Wild wild west (Barry Sonnenfeld, 1999). En esta amalgama de subgénero de la ciencia ficción, que es el steampunk, también destaca la visión romántico-gótica y los toques mágico-místicos, como en la serie Carnival Row (2019), creada por René Echevarría y Travis Beacham.

Si rastreamos las raíces del steampunk, descubriremos que, en realidad, desde los años 80 del siglo pasado, hemos visto películas con “aire steamer”. ¿Quién no recuerda la sociedad distópica Brazil, propuesta por Terry Gilliam en 1985? ¿O el curioso caso de Dune, la versión de 1984? Su director, David Lynch, pareció inspirarse en la corte imperial de una Viena decimonónica. En los 90 hallamos más ´referentes de este subgénero, como La ciudad de los niños perdidos (Jean Pierre Jeunet y Marc Caro, 1995) y Sleepy Hollow (Tim Burton, 1999).

Ya en el siglo XX, algunos títulos como Vidocq (Pitof, 2001) La brújula dorada (Chris Weitz, 2007) y Una serie de catastróficas desdichas (Brad Silberling, 2004) inciden más en la parte de diseño artístico que en la tecnológica. Lo cierto es que la estética neo-victoriana cuenta con una liga de “steamers” que no deja de crecer.

Puedes leer la revista completa online o hacerte con tu edición impresa de Patrimonio nº78 pulsando en el siguiente enlace.