Galicia es tierra mística. Quizás lo dé su naturaleza, esos bosques espesos, los caminos tortuosos, esa lluvia persistente que obliga al refugio —incluso al recogimiento—, o ese laberinto de montes detrás de otros montes y de otros más, hasta llegar a un mar bravo y temido. Es por ello que seguramente en ningún otro sitio podían haber hallado mejor acogida y mayor proyección las reliquias del apóstol Santiago, descubiertas en medio de un apartado bosque al que, según se dice, conducía un camino marcado en el cielo, la fascinante Vía Láctea. Por eso la hagiografía de Santiago está llena de hechos portentosos, de milagros, de maravillas continuas, porque lo da la tierra.

Canal Patrimonio_Jaime Nuño González

 

Pero el gallego, más que místico, es hombre de fe. La fe, a diferencia de la mística, es más pragmática, más cotidiana, más modelable y adaptativa. Llegados a este punto hay quien puede echarme en cara que cómo es posible que considere a Galicia mística y no tanto al gallego; pero la respuesta es fácil: la tierra, el espacio, es lo permanente, la raíz, pero el habitante, por el contrario, es coyuntural y cambia con los tiempos históricos, no con las eras geológicas. Quizás el gallego de hace miles de años fuera también místico, pero ahora yo lo veo —generalizando, claro está— solo como hombre de fe, que es otro escalón distinto. El gallego sigue venerando a los petroglifos prehistóricos, los dólmenes, las pedras fermosas de antiguos castros o inscripciones y tumbas romanas; el gallego se santigua en determinados pasos, bebe con fervor las aguas de fuentes santas y se arrodilla ante los petos de ánimas, con cuyos espíritus convive cotidianamente, venera a santos que no están en ningún santoral y reza oraciones que no están en ningún catecismo ni devocionario. Muchos son ritos ancestrales, precristianos reconvertidos al cristianismo. El gallego es hombre de intensa fe, pero no se sabe muy bien de qué fe… porque es gallego. Su religión es sincrética, en ella cabe casi todo, casi todo se bendice y se respeta, «por si acaso».
Quizás en este sentimiento religioso tan particular, en esa espiritualidad que es mezcla de esencia mística y fe pragmática, esté el origen de tantos monasterios gallegos, porque Galicia está sembrada de monasterios: minúsculos, pequeños, grandes, enormes monasterios, algunos de los cuales sobreviven aún a duras penas, mientras que otros han logrado mantener al menos su iglesia, reconvertida en parroquia o en ermita solitaria pero de bulliciosa fiesta anual. Buena parte de estos monasterios remontan sus orígenes a siglos altomedievales de escasa o nula documentación, pero los que han llegado hasta nosotros, desde los más humildes hasta los más espectacularmente monumentales, comparten la misma cualidad: su capacidad para emocionar al visitante, unos por su ubicación, otros por su arquitectura, algunos por esa religiosidad popular latente que destilan, la mayoría por la suma de todo eso. Incluso los hay que impresionan porque llegar hasta ellos y recorrer sus espacios es una vuelta al pasado, a veces a los siglos medievales, otras a la desmesura barroca, en ocasiones simplemente a la pobre España de hace cien años. 
Como muestra y ejemplo de lo que decimos queremos proponer aquí un rápido —por desgracia excesivamente rápido— itinerario por algunos de estos monasterios, empezando desde el punto donde el Camino de Santiago —Camino Francés— entra en Galicia y dirigiéndonos desde ahí hacia el norte de la provincia de Lugo, para pasar después a la de La Coruña, en un circuito que terminará donde empezamos, cerca de los pasos de montaña del Cebreiro. No están todos los que son, ni mucho menos, pero sí son todos los que están: distintas instituciones que, de una u otra manera, conocieron la vida religiosa en comunidad durante siglos. Su recorrido real, directo, en vivo, es mucho más tranquilo, emocionante y placentero, se lo aseguro. Vamos a ello.Entre O Cebreiro y Lugo

El Bierzo leonés ya anuncia Galicia. Ese valle benigno y amable cubierto de frutales y viñas, donde igualmente florecieron con profusión los monasterios en la Alta Edad Media. Es aconsejable una visita a las ruinas del cisterciense de Santa María de Carracedo, casa favorecida por reyes y en la cual se integraron algunos de los cenobios que veremos más adelante, como el de Penamaior, que nos toparemos a poco de pasar O Cebreiro siguiendo la A-6. Bueno, en realidad este monasterio hay que buscarlo, porque se encuentra entre viejos castaños y praderas, en un vallejo en el que fluye el agua a borbotones, único sonido, junto con los campanos de las vacas, que rompe un silencio monástico. La iglesia de Santa María de Penamaior es hoy parroquia y su destartalado claustro —lo que queda de él— es granja, volviendo en cierto modo al mismo papel que tuvo durante algún tiempo en la Edad Media.
Si abandonamos la autovía y nos dirigimos hacia el sur, buscando el Camino de Santiago, llegaremos en poco tiempo a uno de los más grandes y famosos monasterios gallegos, San Julián de Samos, monumental casa fundada en el siglo VI y donde doscientos años después, cuando era monasterio dúplice, vivió y estudio el rey asturiano Alfonso II el Casto, uno de los artífices del fenómeno jacobeo. Casi todo desapareció en un incendio que tuvo lugar en 1533, reconstruyéndose el edificio posteriormente, aunque de los tiempos altomedievales sobrevive la humilde Capela do Ciprés, que toma su nombre del espectacular árbol que se eleva a su vera.

Siguiendo nuestro plan, giraremos hacia el norte, hasta Lugo. Sobre las espesas murallas romanas de la ciudad, apenas solo se elevan las torres neoclásicas de su catedral, seo de origen antiquísimo, pero renovada a lo largo de los siglos, conservando importantes testimonios románicos y góticos. Es verdad que aquí habíamos venido a hablar de monasterios, pero una catedral es igualmente una comunidad claustral, un cabildo, cuyo abad sería el obispo, cuyo prior el deán y en vez de monjes hay canónigos… más o menos. Durante buena parte de la Edad Media su régimen de vida fue similar al de los monasterios, aunque poco a poco se fue perdiendo ese primitivo carácter comunitario y centralizado. Lugo es ciudad apacible y merece callejearse sin prisas.

Hacia Mondoñedo, buscando el Cantábrico

De catedral a catedral, de Lugo a Mondoñedo, la otra diócesis que se reparte a medias la provincia. Antes, sin embargo, conviene hacer una parada en Meira para admirar la iglesia del desaparecido monasterio de Santa María, casa cisterciense, sobria, pura y monumental, cuyo templo recuerda también la verde Borgoña. Y no es raro, pues borgoñón parece que fue Vidal, su primer abad, quien habría sido enviado por el propio san Bernardo, padre fundador de los cistercienses, dese su casa madre de Claraval.
Mondoñedo es una de esas pequeñas ciudades de interior, con cátedra antigua, que por esto mismo podían haber sido candidatas a capital de provincia cuando se trazó la división territorial en 1833; la misma condición quizás con la que soñaron Astorga o Ciudad Rodrigo, Plasencia, Calahorra, Tarazona o Albarracín, Sigüenza o Seo de Urgel, también Santiago de Compostela, aunque aquí el premio llegó por otro lado. Mondoñedo, aunque en aquellos tiempos del XIX rivalizaba en población con Lugo, se quedó solo con seminario, catedral, iglesias y conventos varios, como aquellas otras ciudades, sin los grandes centros administrativos que favorecieron el crecimiento de las capitales. Su catedral tardorrománica es pequeña pero coqueta, oscura pero silenciosa, que sin embargo atronaría con los dos órganos barrocos que alberga si estuvieran en condiciones de sonar a la vez.
De Mondoñedo, pasando por San Salvador de Lourenzá —gigantesco monasterio barroco que espera un futuro menos incierto que el que hoy se averigua—, llegaremos a la basílica de San Martiño de Mondoñedo, donde ya huele a mar. Hay que conseguir refrenarse un poco antes de atacar al afamado marisco de estas costas para visitar San Martiño, hoy gran templo románico cuyo remoto origen está amparado en múltiples leyendas, alimentadas, entre otras, por el lugareño Álvaro Cunqueiro. Satisfecha la curiosidad y la cultura, lleguen después moluscos y crustáceos sin tasa, en compañía de los grandes blancos gallegos; Cunqueiro, sin duda, también lo aconsejaría… e incluso lo prescribiría.

 

En el corazón de las Rías Altas
Dando un salto de mar a mar, del Cantábrico al Atlántico, nuestro camino llega hasta las rías de Ferrol, Ares y La Coruña, a cuyas costas se asoman los restos de algunos viejos monasterios y canónicas, venidos muy a menos con el paso de los siglos. Es lo que le ocurrió a San Martiño de Xuvia o do Couto, en Narón, que perteneció a la poderosa familia Traba y que abrazó la disciplina de Cluny para seguir luego un largo proceso de decadencia «en lo temporal y en lo espiritual»; hoy, recorriendo alguna de sus dependencias, da la impresión de que en cualquier momento pudiera aparecernos uno de aquellos relajados benedictinos que lo habitaron. Antes aún llegaron los malos tiempos para San Miguel de Breamo, que se extinguió allá por el siglo XVI, pero cuya coqueta iglesita románica sobrevive en medio del monte. Igualmente, entre bosques y encaramado en cerro está San Juan de Caaveiro, fundado por el santo gallego por excelencia, Rosendo, sobre una anterior comunidad de eremitas. Hoy, restaurada su iglesia románica y algunas de sus dependencias, llegar hasta sus muros aún requiere algún esfuerzo, pero el turista poco ejercitado puede estar tranquilo: se anuncia la existencia de un desfibrilador en la recepción de visitantes.
No lejos de los anteriores está Santa María de Monfero, con sus ruinosos y abandonados claustros y su espectacular iglesia barroca, de fachada inacabada, un espacio enorme que alberga algunas sepulturas de los Andrade. Es aconsejable visitar el cementerio contiguo, peculiar muestra de la religiosidad popular gallega.
Como final de etapa nuestros pasos se dirigen a La Coruña para visitar la antigua colegial de Santa María do Campo, cuyo nombre responde a sus orígenes extramuros, aunque hoy constituye el centro de la Ciudad Vieja. Solo se conserva la iglesia, con cabecera románica, naves ampliadas en época gótica y reampliadas de nuevo a finales del XIX en estilo neorrománico, aunque incorporando la portada original. Es un edificio ecléctico, resultado de ocho siglos de historia.
Vuelta a la Galicia interior, Galicia profunda
En este regreso hacia el interior hay que procurar hacer un alto en Santa María Cambre, nacido como monasterio familiar, que creció con el apoyo de las casas de Traba y de Andrade, pero que fue quemado por los corsarios de Drake en 1589 y saqueado por los soldados de Napoleón en 1809. Vida intensa para un final común: la exclaustración. Hoy solo se mantiene en pie su amplia iglesia románica de cinco absidiolos.

Pasamos por la elegante iglesia monástica y románica de Mezonzo antes de recalar en Santa María de Sobrado, la gran casa del cister en Galicia y la primera fundada por esa orden en la península ibérica, con aportación de monjes franceses. Poderosa abadía en tiempos y hoy de nuevo habitada por cistercienses, es soberbio edificio, gigantesco, con sus tres claustros y una iglesia barroca que apabulla. Aquellos que desprecien el barroco —que hoy son muchos— deben visitar Sobrado para reconsiderar su opinión. Quien aun así permanezca «relapso», siempre podrá disfrutar de dependencias medievales como la capilla de San Juan o la sala capitular.
Y del grande al chico, de Sobrado al cercano de San Antolín o San Antoíño de Toques, del que únicamente se conserva su pequeña iglesia, entre prerrománica y románica, apartada, rodeada de espeso robledal, flanqueada de caudalosos regatos. Lugar solitario, apropiado para la oración o para la simple reflexión, hoy como antaño. Invita, pero nosotros debemos continuar.

 

Cerrando el círculo: de nuevo al Camino Francés
Salimos al poco de la provincia coruñesa y regresamos a la lucense para encontrarnos con el extinguido monasterio de San Salvador de Vilar de Donas, que fue de la orden de Santiago hasta el siglo XVI, cuando devino en simple parroquia. Al margen de los restos del claustro —que claman a gritos por una restauración urgente—, es de admirar su iglesia románica, de rica portada y herrada puerta, en cuyo interior se acumulan numerosos restos de aristocráticas sepulturas medievales.
Muy cerca de este lugar topamos de nuevo con el Camino de Santiago y siguiéndolo llegamos hasta Portomarín, al nuevo Portomarín, puesto que el solar del viejo se halla bajo las aguas del embalse de Belesar, construido en el río Miño en 1963. Se trasladó pueblo y se trasladó, piedra a piedra, su iglesia de San Juan, que fue de la orden de los hospitalarios, edificio con más apariencia de castillo que de templo, siguiendo en esto el modelo común de algunas grandes catedrales gallegas y portuguesas, tan recias como bellas, preparadas —signo de aquellos tiempos—tanto para venerar la cruz como para albergar la espada, lo mismo para vestir casulla como para equiparse la cota de malla.
Y rematamos nuestro circuito en un lugar muy distinto en la apartada aldea de O Hospital de San Pedro Fiz, donde en los tiempos altomedievales se retiraron eremitas y monjes que se agrupaban bajo la protección de las familias nobles comarcanas. De toda aquella intensa piedad sobrevive una iglesia románica que fue levantada por los caballeros de la orden del Hospital de San Juan de Jerusalén, que aprovecharon igualmente para erigir una torre defensiva y otros edificios para la comunidad de freires, cuya encomienda pervivió hasta 1874. Otro lugar más para la memoria, con el cual, como último homenaje a las glorias pasadas, finalizamos también nuestro periplo.

                                                                                                                                                                                                                                                                   Lee el artículo completo de Jaime Nuño aquí

 

Imágenes_FSMLRPH_Jaime Nuño: Becerreá_Santa María de Penamaio, Santa María de Mezonzo, Muralla de Lugo