Pocos, muy pocos han oído hablar de Villamorón, una de tantas localidades castellanas que emergen en el llano señaladas por su enorme iglesia, colosales edificios que guían como faros en una tierra silenciosa y a cuyos pies ya nadie vive o, en el mejor de los casos, los últimos «fareros».

Canal Patrimonio_Jaime Nuño González

Estamos en la campiña de Villadiego, en el oeste burgalés, una de esas comarcas que, salvo que haya un cambio que cada vez se antoja más cercano al milagro, se halla abocada a la extinción.

Villamorón es una minúscula aldea ‒o villa, como indica su nombre‒ de la que hace ya unas décadas marcharon los pocos vecinos que tuvo, aunque alguno aún regresa temporalmente y mantiene su casa en pie contra viento y marea, porque el entorno de tejados caídos, muros de adobe que vuelven a la tierra de la que nacieron y bodegas vacías que añoran un viñedo extinto, tiene que crear cierto desasosiego a quienes conocieron allí mismo, en otro tiempo, algún bullicio. No es el lugar un desierto desde el punto de vista paisajístico, porque dominan los productivos campos de cereal, pero lo es desde la perspectiva humana: un sitio vacío, yermo, como gustaba decir en la Edad Media, «país de temperamento muy frío», como se describe Villamorón en el siglo XVIII, aunque en referencia al frecuente viento, un viento que poco a poco fue arrastrando también a sus habitantes.

Y en medio de semejante escenario emerge la iglesia de Santiago, una imponente mole que se divisa desde kilómetros de distancia y ante la cual el viajero no puede menos que preguntarse: ¿qué hace aquí semejante edificio?, porque la antigua parroquial de Villamorón es casi como una catedral… varada en medio del desierto. Muy cerca hay otro templo de semejantes hechuras y avatares históricos, el de Santa Eugenia de Villegas, pero aquí el caserío circundante envuelve un poco la monumentalidad. Una visita compartida, sobre todo para quien quiere conocer un mundo en extinción, es altamente recomendable.

El nombre de la localidad, como el de su vecina, sugiere un origen que bien pudiera remontarse a las postrimerías del siglo IX o los inicios del X, cuando se ocupa y coloniza este territorio, un tiempo en el que algunos adalides dieron su nombre a nuevas pueblas. Moront (o Mauronta) y Egas fueron dos de ellos. Sin embargo un silencio documental absoluto ‒siempre el silencio‒ se impuso durante siglos y no será hasta mediados del siglo XIII cuando aparezcan las primeras, aunque todavía vagas, referencias. A mediados del XIV los documentos empiezan a ser un poco más frecuentes, gracias a que la villa aparece ya vinculada al prestigioso linaje local de los Villegas, que un siglo más tarde será sustituido por el más importante aún de los Velasco. Eran tiempos que avanzaban ya una decadencia lenta, como demuestra el hecho de que en 1491 los Villamorón y Villegas unieron sus concejos en uno solo, ante la manifiesta debilidad de la primera villa. De aquí hasta la extinción, siempre a la sombra de su monumental iglesia de Santiago, que a punto estuvo también de sucumbir.

Los pocos autores que se han ocupado del edificio lo han considerado como templo románico, románico tardío, de transición, protogótico, gótico puro…, nosotros mismos, en la Enciclopedia del Románico, lo considerábamos una obra gótica, con algunos ecos románicos. El último, más extenso, profundo y monográfico trabajo, el de Mª José Zaparaín (2013), concluye en que se trata de un edificio levantado a partir del tercer cuarto del siglo XIII, llegando la obra hasta inicios del XIV, que sigue un esquema arquitectónico que ya se había empleado durante época románica, con incorporaciones de la nueva estética gótica, emanada sobre todo de Las Huelgas de Burgos y que se deja sentir de modo muy similar en otros templos de la comarca, entre ellos el de Villegas. La iglesia se concibió como un gran edificio, aparentemente desmesurado para lo que debía de ser en aquel tiempo la villa; quizás se preveían tiempos mejores… que nunca llegaron, pero la traza, dimensiones y materiales empleados, nos hablan de una disponibilidad económica muy poco habitual en aquel tiempo y en una población de tales dimensiones.

Construido íntegramente en sillería caliza, consta de tres esbeltas naves, con tres tramos precedidos de un falso crucero que no se marca en planta y apenas si lo hace en alzado. Su aspecto exterior es sobrio, limpio, sin decoración, dominado por las líneas rectas, y austeras son también sus tres portadas ‒dos de ellas tabicadas‒, cuyo mayor alarde es la grácil molduración de las arquivoltas. La mayor concesión al lujo decorativo, aunque siempre comedida, es el gran rosetón que se abre en la fachada occidental, y que junto a otros más pequeños y altas saeteras, iluminan el interior. Al traspasar la puerta todo cambia, encontrándonos con unas naves esbeltísimas y equilibradas, con altas bóvedas que apoyan en sencillos capiteles con hojarasca y mascarones. Los muros están pintados por completo, como ha sido norma durante siglos, hasta que en nuestro tiempo se impuso el gusto de «sacar la piedra», lo que ha transformado radicalmente el aspecto de muchísimos templos, eso sin contar las pinturas murales de calidad que la piqueta se ha llevado por delante. En este caso hay blanco sobre blanco en varias capas, una de ellas barroca, con figuras de santos en las bóvedas, otra, anterior, dibujando sencillos sillares a base de líneas rojas, con una inscripción que recuerda que se pintó el 1 de agosto de 1478.

Toda esta inmensa fábrica parece que se hizo bajo un mismo proyecto, bien pensado y unitario, a excepción de la torre que remata la cabecera y que da una imagen muy personal al edificio. Parece que sobre la capilla mayor hubo en origen una construcción un tanto compleja, quizás una espadaña acompañada por algún otro cuerpo flanqueado por dos escaleras de caracol. No sabemos si se llegó a completar o no, pero lo cierto es que el remate actual, de construcción más humilde, aunque sólida, es posterior, quizás de finales del siglo XV. Es un amplio campanario para el que se ha señalado recientemente también la conjunta función de troje o almacén de productos del diezmo, pero para el que tampoco podemos descartar una finalidad defensiva, o de vigilancia, algo que quizás ya se había ideado en el proyecto original, según parece intuirse de los restos altos de la primitiva cabecera que aún se observan. Al margen de que muchas iglesias medievales nacieron ya con esa idea de servir de refugio a la población en caso de peligro, desde las últimas décadas del siglo XIII y especialmente a lo largo del XIV y sobre todo del XV las luchas dinásticas, de linajes y de banderías que asolaron Castilla ‒y prácticamente toda Europa‒ fortificaron muchos templos. Más evidente aún es este encastillamiento en la cercana iglesia de Villegas, que se dotó de almenas y matacanes, mientras que en la de Villamorón, la existencia de un pozo en el interior del templo, parece avalar la idea de refugio de larga estancia.

Pero pasaron los tiempos gloriosos y la villa decayó. La prosperidad de los siglos XIII y XIV que hizo posible este magnífico edificio acabó y los vecinos, escasísimos para la capacidad de su parroquia, apenas si pudieron hacer otra cosa que mantener el tejado y, de tiempo en tiempo, pintar el interior. Cuentan que la pila bautismal ‒de la que hay algún resto‒ se desmoronó mientras se celebraba un bautizo; triste presagio. Después, la emigración hasta vaciar el pueblo, el cierre de la iglesia, el traslado de las piezas valiosas a Burgos y la ruina de las casas; mucho antes, el otrora orgulloso palacio de los Velasco ya se había convertido en simple palomar. Sic transit gloria mundi.

Asociación de Amigos de Villamorón, pasión contra la adversidad

Cuando visitamos por primera vez este lugar, hace una veintena de años, al recoger la información para la Enciclopedia del Románico en Castilla y León, enormes grietas amenazaban con arruinar la iglesia de Santiago. Parecía irremediable su colapso final, pero afortunadamente no ocurrió lo esperable. Lo que parecía imposible lo consiguió la Asociación Cultural «Amigos de Villamorón», nacida en 2003, una entidad que con pocos medios, mucho entusiasmo, buenas ideas y grandes dotes de perseverancia, consiguió que la administración restaurara el templo… al menos en sus necesidades más urgentes, aunque aún es mucho lo que queda por hacer. El trabajo y los logros de estas personas son prueba evidente de que la voluntad rompe muchas barreras, un ejemplo que cada vez resulta más necesario en el desesperanzado mundo rural.

 

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