El historiador Jaime Nuño, director del Centro de Estudios del Románico de la Fundación Santa María la Real, nos adentra en este artículo publicado en la revista Patrimonio, en la historia y las vicisitudes del monasterio burgalés de San Pedro de Arlanza.

Canal Patrimonio_Jaime Nuño González

restos del monasterio de San Pedro de Arlanza

Cuenta la Biblia que Dios puso a prueba la fortaleza de Job enviándole dolor, sufrimiento, pena, enfermedad y muerte, y que Job, en su infinita paciencia, supo mantener la serenidad y soportar las adversidades. Si Job hubiera vivido en Castilla y en tiempos más modernos, su hogar bien podría haber sido el monasterio de San Pedro de Arlanza, una casa castigada, olvidada, mutilada, arruinada, abandonada durante muchos años y saqueada repetidamente, unas veces en el elevado nombre de la cultura, otras en el del bajo mercadeo de antigüedades y no pocas también por el silencio de la desidia. San Pedro de Arlanza es en monumento lo que Job en persona, igualmente sufridores, igualmente pacientes, igualmente firmes, aunque a la vez marcados con profundas huellas de tanta herida. Lo que sigue en pie de esa vieja abadía benedictina nos da buena idea de su pasada grandeza, aquellas viejas glorias que reposan silenciosas, casi mudas, en ajados documentos y también en legendarios romances que ya casi nadie recuerda. Es San Pedro de Arlanza un monasterio heroico que ni el tiempo, ni la incultura, ni la apatía, ni siquiera la especulación, han conseguido abatir del todo.

Un origen rodeado de legendarios prodigios

Como ocurre con los héroes, su cuna fue extraordinaria y su nacimiento está rodeado de legendarios prodigios. Su fundación se adentra en los penumbrosos siglos altomedievales, cuando, especulan los historiadores, algunos eremitas ocuparon una cueva que se abre en un acantilado cercano al monasterio, la misma que ya fue usada por hombres del Paleolítico. El territorio es agradable, propicio para el cultivo de frutales y viñedos, con abundante bosque y nutrida caza, con río caudaloso y remansado, todo al resguardo de ojos indiscretos o agresivos. Cuando a lo largo del siglo XIII la inmensa mayoría de los monasterios hispánicos elaboraban su propia memoria histórica, buscando antigüedad y nobleza, enlazando sus orígenes con hechos milagrosos, con venerables ermitaños o valientes adalides, urdiendo un noble pasado para afrontar lo que ya se vislumbraba como incierto futuro, también Arlanza trazó la suya, pero a diferencia de los demás, que se fundamentaron en apócrifos documentos, aquí se empleó un recurso más sutil y prestigioso, culto y a la vez popular: un romance de gesta, en el que mientras se narraba la vida de un héroe se contaba el nacimiento del monasterio. De este modo, el Poema de Fernán González, escrito por un monje de esta casa –según es comúnmente aceptado– hacia mediados o segunda mitad del XIII, relata cómo el conde castellano, yendo un día de caza se topó con un jabalí que se escondió en una ermita cubierta de yedra, ocultándose tras el altar, una escena que, con algunas variaciones, se repite hasta la infinidad en el relato del origen de muchos otros monasterios. En este caso junto a la ermita vivían tres monjes, uno de los cuales, Pelayo, vaticinó al conde castellano grandes victorias contra los musulmanes, rogándole que entonces se acuerde de quienes viven allí tan miserablemente. Prometió Fernán González que si esas victorias se producían les entregaría el quinto que le correspondía del botín, eligiendo igualmente aquí su sepultura: Faré otra yglesia de más fuerte çimiento, / faré dentro della el mi soterramiento, / daré y donde vivan monjes más de çiento, / sirvan todos a Dios, fagan su mandamiento. Poco después, una gran victoria del conde en Lara le permitió cumplir su promesa, entregando además numerosos objetos, como arquetas de marfil que todavía en el siglo XIII, según el fraile juglar, están en su altar oy día asentadas. Este poema presenta a Almanzor como el enemigo de Fernán González, notable error, porque estos personajes no fueron exactamente contemporáneos, lo que no ha impedido que otra serie de episodios entre ambos adornen la leyenda de Arlanza. En paralelo a este relato épico, un documento fechado en el año 912 recoge la dotación del conde castellano, aunque la carta, llena de anacronismos, ha sido considerada mayoritariamente como falsa.

Otra tradición remonta la fundación primigenia hasta época visigótica, de modo que el rey Wamba (672-680) se habría enterrado aquí –uno más de los muchos sitios que dicen que albergó su sepultura–, y todavía en siglos modernos su tumba se mostraba en la iglesia. Cuenta algún cronista, como Yepes, que ese monasterio visigótico habría sido destruido a mediados del siglo VIII por los musulmanes, de modo que sus ruinas serían las que más tarde servían de cobijo a los citados eremitas. Al margen del relato literario la historiografía vincula el origen del monasterio a la casa de los condes de Lara, concretamente a Gonzalo Fernández y su esposa Muniadonna, aceptándose el enorme impulso que tuvo con su hijo y sucesor Fernán González (fallecido en el 970), a pesar de que la inmensa mayoría de sus documentos se consideran falsos. Ambos personajes se habrían enterrado aquí y el sencillo sepulcro de Fernán, junto con el de su esposa Sancha –una magnífica caja de origen romano– siempre estuvieron en la iglesia hasta su traslado a la colegiata de Covarrubias, donde hoy se pueden apreciar.

Vista general del monasterio en torno al año 1982

En ese tiempo hay que imaginar un monasterio posiblemente articulado en torno a un conjunto de edificios dispersos, tomando como pieza más destacada la hoy arruinada ermita de San Pelayo, también conocida por el significativo nombre de San Pedro el Viejo –coronando la roca que se eleva sobre el Arlanza, donde debió de tener lugar el episodio descrito en el poema–, y otras ermitas ya desaparecidas, como la de San Miguel o la de La Magdalena. La casa experimentó entonces un rápido crecimiento, con sucesivas donaciones de los condes y después de los reyes de Castilla, de modo que hacia 1080 estuvo en disposición de acometer la construcción de un gran edificio. Dos epígrafes, hoy desaparecidos, pero de los que se conservan referencias, hacían alusión a esta obra de estilo románico: una de ellas decía que fue en ese año cuando se iniciaron los trabajos, la otra contaba que fue en tiempos del abad Vicente (1073-1096) cuando Osten y sus hijo Guillermo dirigieron los trabajos. Los nombres de estos maestros sugieren una procedencia extranjera, posiblemente aquitana, lo que explicaría algunas características del templo. Lo que se conserva de este periodo se circunscribe a la espaciosa iglesia, con triple cabecera y tres naves de cuatro tramos, una construcción magnífica, que muestra elegancia y equilibrio, ingenio arquitectónico y fina habilidad de los canteros, aunque escasa capacidad para la talla escultórica y mínima creatividad para los motivos, un “pésimo arte”, en palabras de Gómez-Moreno. En realidad en la fábrica se reconoce un cambio de planes sobre la marcha, decantándose por soluciones más sencillas según se avanza hacia los pies, aunque sin dejar de ser una obra unitaria realizada en un corto lapso de tiempo. Ya dentro del siglo XII se añadiría al sur la sala capitular, que se recreció en el entorno de 1200, más o menos cuando en el lado norte de la iglesia se añadió una torre de carácter defensivo, rematada en el XVI. Fue también en ese tránsito hacia los siglos modernos cuando la iglesia se recreció y abovedó con unas preciosistas bóvedas tardogóticas atribuidas a los Colonia, maestros de la catedral de Burgos, de las que hoy apenas si quedan algunos retales, pero que conocemos por fotografías. El primitivo claustro románico, pintado con vivos colores, fue desmantelado a comienzos del XVII para dar paso al actual, llamado de los Padres, y a lo largo de esa centuria y parte de la siguiente siguió la remodelación, construyéndose el pequeño Claustro de los Hermanos y una espaciosa ala de celdas erigida a mediodía.

 

La Desamortización de 1835 abrió un proceso cruel con esta casa, dando paso a una desintegración persistente que aún no sabemos hasta dónde podrá llegar. Recuerdo aún el relato de la ruina de boca de la última persona nacida entre estos muros, Fulgencio Carrancho, quien con su familia habitó durante muchos años algunas de las celdas monásticas que aún se conservaban, de paredes y techos negros de humo, aún con olor a monje. Convertido por la administración en guarda, de los de antes, anclado al monumento, a su casa, recuerdo también la emoción con que contaba las leyendas que salpicaban cada rincón, pero igualmente el desamparo con que trataba de denunciar el penúltimo desprendimiento de piedras, el penúltimo expolio, el penúltimo abandono. Sirvan estas breves líneas como homenaje a su labor y a su amistad.

 

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