¿Recuerdas cuándo escribiste tu última carta manuscrita? ¿cómo encontrabas a viejos amigos o compañeros cuando aún no existían las redes sociales? ¿conservas algún descolorido álbum de fotos, de aquellos en los que había que pasar página para ir al siguiente recuerdo? ¿podrías vivir sin teléfono móvil? Si la tecnología forma parte de nuestra vida, ¿por qué nos resistimos a utilizarla en ámbitos como el del patrimonio? En este artículo nuestros compañeros Alejandro Martín y Carmen Molinos nos invitan a reflexionar en torno a la necesidad de incorporar las nuevas tecnologías al ámbito para facilitar la gestión y conservación de un legado que es responsabilidad colectiva…

Canal Patrimonio_Alejandro Martín / Carmen Molinos

Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando

 

2018. Diciembre. No importa la fecha exacta. Es martes, no 13. Son las 7 de la mañana. Hace un frío del carajo y te has despertado con un fuerte dolor abdominal. Tras pensarlo un par de veces, decides llamar al trabajo y excusar tu presencia. Si ha sobrevivido al paso de los siglos, el retablo que andas restaurando aguantará sin tus cuidados un día más. Aterido de frío y doblado por el dolor consigues a duras penas rascar el hielo del coche que una noche más ha dormido a la intemperie. Por suerte para ti, el trayecto hasta el centro de salud es corto. Llegas sin problemas, aunque te quedas con las ganas de saber la temperatura exacta porque el termostato de tu viejo vehículo ha debido perecer congelado. Entras directo a urgencias. Sin apenas saludarte, el médico va a buscar al archivo un cartapacio de cartón con varios folios: tu historial. Tras leer páginas escritas con letra jeroglífica, coloca un gran vademecum sobre la mesa, y como si fuera un profesor de Howards, lo hojea hasta hallar la prescripción más adecuada para ti. Decide recetarte un calmante, porque desde 2014 no te han hecho ninguna analítica y atendiendo a lo observado concluye que te encuentras perfectamente. Como, pese a tu mirada ojiplática, la respuesta del facultativo parece ir en serio, apechugas y abandonas la consulta con tu dolor a cuestas.

Ya has avisado en el trabajo de que no cuenten contigo y aprovechas la mañana para realizar algunas gestiones, de ésas para las que nunca tienes tiempo. Te acercas hasta el banco a consultar con el director de sucursal si será bueno invertir esos escasos “ahorrillos” en bonos del estado. Tomando como referencia la situación económica de 2015, te recomienda que lo pienses dos veces. Empiezas a creer que estás viviendo en una peli de Buñuel. Pero no, el experto financiero hace caso omiso de tu “¿¡2015!?”.  Dibuja una sonrisa amable e inclina la cabeza invitándote a abandonar el despacho.

 

Villa Romana de La Olmeda

 

Imposible imaginarse situaciones como las relatadas en pleno siglo XXI, en la era de las nuevas tecnologías, de las ciudades inteligentes. Vivimos rodeados de datos. Somos constantemente bombardeados con cifras económicas, sanitarias, educativas, políticas, de consumo…, que nos permiten tomar el pulso a la actualidad. Hay quien piensa que las nuevas tecnologías más que ayudar, complican. No es cierto. Son una herramienta a nuestro servicio y su correcta utilización puede facilitar mucho nuestro día a día. ¿Sobrevivirías acaso sin lavadora? ¿recuerdas cuándo escribiste tu última carta manuscrita? ¿cómo encontrabas a viejos amigos o compañeros cuando aún no existían las redes sociales? ¿conservas algún descolorido álbum de fotos, de aquellos en los que había que pasar página para ir al siguiente recuerdo? ¿podrías vivir sin teléfono móvil?

La tecnología forma parte de nuestra vida. Facilita nuestro quehacer diario. No es el futuro, sino el presente. ¿Por qué nos resistimos entonces a utilizarla en ámbitos como el del patrimonio? La supervivencia del edificio histórico junto al que pasas cada día depende de que seamos capaces de integrarlo en este mundo conectado. Que tenga varios siglos de antigüedad no significa que deba dormir el sueño de los justos ni que tengamos que intervenir en él utilizando herramientas o materiales de la época en que se levantó. Todo lo contrario, ¿por qué no permitirle revivir las glorias pasadas al amparo de los nuevos tiempos? La respuesta está en saber combinar la tecnología con el conocimiento y la experiencia de años. Podemos disponer de datos precisos, objetivos, reales de lo que ocurre en todo momento en cualquier edificio o conjunto patrimonial, incluso, por qué no, en un territorio, ya sea la Calle Alcalá de la villa y corte o un remoto valle de Sanabria. Si, además, sabemos interpretarlos la solución está a nuestro alcance.

 

¿No estarías más tranquilo si supieses que en este día de crudo invierno castellano de producirse un exceso de humedad en el templo donde se encuentra el retablo que restauras, saltará una alarma en tu teléfono móvil? ¿Y si recibes un aviso inmediato porque se ha detectado una presencia extraña, quizá, la visita de un amigo de lo ajeno? ¿Qué te parecería disponer de una aplicación que te permite descubrir los lugares más emblemáticos y singulares de la ciudad de Ávila y diseñar tu propia ruta a medida, adaptada a tu tiempo y sin esperar porque te va indicando cuáles son los lugares más “despejados” de turistas? ¿Y si te decimos que el Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando es eficiente desde el punto de vista energético o que las condiciones de temperatura y humedad de la Villa Romana de la Olmeda están controladas online para garantizar la conservación de los mosaicos que alberga? No es ciencia ficción, en la Fundación Santa María la Real llevamos años apostando por incorporar el Big Data, el IoT y la inteligencia artificial al ámbito del patrimonio y los ejemplos anteriores son tan solo una pequeña muestra de que lo estamos consiguiendo.

 

IMÁGENES: Diferentes momentos del proceso de instalación de sensores en espacios como el museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid o la Villa Romana de la Olmeda en Palencia. Archivo FSMLR_Marce Alonso.