Cualquier persona que haya crecido, como yo, al abrigo de un castillo, por modesto que este sea, sabe que es algo que marca de por vida. Tanto es así que, aún hoy, a mis cuarenta y cinco, cuando mis hijos o alguien me pide que dibuje un castillo, me sigue saliendo uno de planta cuadrada, con cuatro torres almenadas, matacán, adarve y foso. Imagino que a mis amigos y vecinos, les pasa algo parecido. Dibujamos un palacio muy similar al que concibieron a finales del siglo XIV los Zúñiga o, más en concreto, Don Diego López de Zúñiga, por entonces, señor de la villa. De su idea queda, como diría Miguel Sobrino, poco más que el contenedor, la arquitectura, el esqueleto que, aunque completamente reformado y rehabilitado, nos sirve para imaginar lo que debió ser en su día. No. No te asustes. No pretende ser este un artículo de historia, ni de arquitectura, materias en las que para nada soy experta y que, sin duda, otras personas han documentado antes y documentarán mucho mejor que yo. Mi único objetivo es transmitirte las emociones y la vida que aún se deja sentir cuando te acercas a estas viejas piedras con forma de fortaleza.
Un artículo de Carmen Molinos
Verás, durante mucho tiempo mi principal fuente de información era mi abuelo paterno, Ángel Molinos, quien bien sabía que, a veces, para despertar la curiosidad de un niño es necesario añadirle a la historia un poco de fantasía. Por eso durante años creí a pies juntillas que los parches de piedra nueva que hoy se ven en los muros del castillo, no eran sino las huellas de los muchos bombardeos que este había sufrido a lo largo del tiempo. No me parecía descabellado. Es más, me imaginaba a las tropas de los Comuneros reclutando fieles en mi pueblo; al mismísimo Juan Martín Díaz, el Empecinado, natural de Castrillo de Duero, preparando aquí alguna argucia contra los franceses o a republicanos y nacionales, atrincherados en el adarve, aprovechando las viejas aspilleras para burlar al contrario. Con los años y la llegada de internet, descubrí, viendo unas fotografías tomadas a principios del siglo XX por Leopoldo Torres Balbás, que aún se custodian en el Patronato de la Alhambra y el Generalife, que las contiendas libradas en Encinas, posiblemente, no fueron tantas. Lo que aquellos parches ocultaban eran las ventanas abiertas en los muros por otro de los propietarios del edificio, Antonio del Río Aguilar, quien, además, dejó para la posteridad su seña a modo de escudo: un águila explayada.
En aquellas fotografías en blanco y negro, que rezuman vida, se ve un castillo en franco deterioro y, otro detalle para mí aún más importante, un buen número de familias y niños que, a buen seguro vivían allí. El castillo de Encinas, como tantos otros, estuvo habitado no solo por nobles, sino también por el pueblo llano. Las imágenes dejan ver lo que quedaba por aquel entonces de un patio interior porticado y que, posiblemente, llegó a tener tres alturas, como su casi hermano de Curiel de Duero, salvando las distancias. ¿Acaso fueron ambos levantados por las mismas manos? Compartían dueño y la fachada que aún queda en pie en el del valle del Cuco, recuerda mucho al de Encinas. Eso sí, el de Curiel llegó en perfecto estado de revista al siglo XX. Las fotografías de archivo, nos muestran, permíteme la osadía, una pequeña Alhambra en tierras castellanas, con impresionantes yeserías y artesonados, que desaparecieron en apenas un par de años, ante la dejadez social y administrativa. De poco sirve ya poner el grito en el cielo, salvo, quizá, para aprender de los errores y evitar que ocurra lo mismo con otros edificios históricos.
Si del castillo del castillo de Curiel apenas se conserva una sombra de lo que fue el exterior, cabe pensar que el de Encinas aún en pie, corrió mejor suerte. En los años 50 fue adquirido por el Servicio Nacional de Productos Agrarios (SENPA), que hormigonó por completo lo poco que quedaba en el interior para transformarlo en un silo de cereal. Durante muchos años un enorme cartel de chapa, con las letras en verde sobre fondo amarillo, anunciaba en la puerta de acceso la propiedad del castillo. Esa transformación, aunque triste y poco acorde con la historia del inmueble, evitó que corriese la misma suerte que su hermano. Actualmente, con su interior convertido en nave, la gestión vuelve a depender del pueblo, quien lo utiliza con fines culturales. Fueron también los vecinos, liderados por Pilar Sanz Niño, Pilarcilla, quienes se ocuparon de limpiar y recuperar la cava, usada durante años como basurero. Su gesto y su implicación sirvieron para concienciar y, hoy por hoy, es uno de los espacios más emblemáticos, singulares y admirados del edificio. Además, para peques avispados que saben exactamente cómo y por dónde bajar sin excesivo riesgo, se convierte en lugar ideal de juegos, exploración y aventura. Para peques y, cómo no, para personas como tú que has llegado hasta aquí y como yo, aficionados al patrimonio y a la historia. Encinas de Esgueva, créeme, bien merecen una visita. Si te acercas recuerda que es esta tierra de castillos y que en apenas 30 kilómetros a la redonda, puedes visitar otras fortalezas como Peñafiel, sede del museo provincial del vino; Villafuerte, al cuidado de la Asociación de Amigos de los Castillos; el ya mentado Curiel de Duero o lo poco que aún queda en pie de la torre-castillo de Canillas de Esgueva. ¿Te animas?
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