Granadilla, una larga agonía para un pueblo acosado por las aguas

CANAL PATRIMONIO_Javier Prieto Gallego

Desde las almenas del castillo de Granadilla no se distingue bien si el embalse de Gabriel y Galán incluye entre sus aguas un mar de lágrimas invisibles.  Tampoco la amargura que envuelve todas y cada una de las piedras de este pueblo como el recubrimiento duro de una almendra garrapiñada. Desde las almenas, lo que se ve es el escenario idílico de un pueblo amurallado, uno de los recintos fortificados mejor conservados de España reposando al sol de los lagartos. En alto, sobre una loma pizarrosa que antaño fue dominadora, Granadilla extiende su esqueleto de calles sin vida en una lengua de tierra a la que el agua cercó por todas partes menos por una: la del alma de sus habitantes que aún la lloran.

En ocasiones el progreso de unos muchos se aúpa sobre el sacrificio de unos pocos. Y pocas veces se ve tan claro, a nada que uno indague, como en este caso. A Granadilla el destino le empezó a dar malas cartas el día en el que comenzó a hablarse de la construcción de un embalse que remansará las aguas del Alagón con el fin de abastecer regadíos donde hasta entonces solo había secano. El primero de los proyectos data de 1902 y en él solo se pensaba en un pequeño represamiento de la cuenca alta del Alagón, que no hubiera tenido ninguna repercusión en Granadilla. Pero el destino siguió su curso, y en sucesivos proyectos se fue viendo que la inundación podía llegar a ser más importante y productiva si el remanso se hacía en el curso medio de ese río y en el entorno inmediato de Granadilla y Guijo de Granadilla. Es así como se llega, tras sucesivos proyectos y replanteos al que, en 1955, dictaba la sentencia de muerte en vida para los más de 1.120 vecinos que habitaban entonces la localidad: un Acuerdo del Consejo de Ministros, el 24 de junio de 1955, decretaba la expropiación forzosa del término municipal para su inundación por las aguas del Pantano de Gabriel y Galán.

Hasta aquí, podría ser la historia dolorosa pero común a tantos pueblos desaparecidos bajo las aguas en aquel periodo histórico en el que se primó la construcción de embalses con los que saciar la sed de una España reseca a costa del sacrificio de una España inundada. Pero lo que hace de Granadilla un caso especial es que las piedras de sus casas no llegaron nunca a reposar bajo las aguas. Una circunstancia que, lejos de mitigar el dolor que produjo tanto exilio forzoso, lo que hizo fue prolongar sin fecha una agonía que parecía no tener fin. Ni sentido alguno. La causa del disparate parece estar en los errados cálculos de los ingenieros que modificaron el proyecto a última hora sin tener en cuenta las cotas de inundación finales. O, al menos, por no comunicarlas con claridad desde el primer momento a todos los afectados. El caso es que, sin una fecha final para el
abandono del pueblo, la vida entre sus calles se fue extinguiendo poco a poco.

Localidad de Granadilla. Abandonada cuando se construyó el embalse de Gabriel y Galán. Tierras de Granadilla. Cáceres. Extremadura. España. © Javier Prieto Gallego

De una u otra forma, la inundación se llevó enseguida por delante la vega fresca y fértil que daba de comer a muchos de ellos. También el orgullo de una dehesa traspasada de generación en generación durante siglos. Así que, sin lugar para el ganado y sin tierras que cultivar, la puerta principal de este recinto amurallado, que conservó la tradición de abrirse y cerrarse cada día hasta el siglo XX, comenzó a ser el lugar de parada al que llegaban los camiones de la mudanza para cargar en su caja enseres y chiquillos. También el lugar de las despedidas amargas de quienes, después de compartir una vida de penas y alegrías, trabajos y festejos, tenían la certeza de no volver a verse nunca más. Tras la partida de los camiones, el ambiente de la despedida se tornaba duelo. Silencio y desolación para los que se iban quedando. Una casa más vacía. Un hueco en el banco de la iglesia. Persianas bajadas. Un pupitre huérfano. Evidencias de que el futuro anidaba ya en otra parte.

Los desahucios se prolongaron hasta 1965, en que el municipio “desapareció” por Decreto. Mientras tanto, la muerte lenta de Granadilla había sido inducida por la Administración con los modales torpes y dolorosos que aún recuerdan quienes entonces eran niños o jóvenes. Poco a poco se retiró al médico, al maestro, al cura. A medida que las aguas anegaban tierras, se prometían dineros que nunca llegaban o llegaban tarde o llegaban mal. Hasta darse el desatino de que muchos de los más reticentes al exilio tuvieron que alquilar a la Confederación Hidrográfica del Tajo las viviendas que habían sido suyas mientras esperaban la llegada de unas indemnizaciones perdidas entre papeles.

Localidad de Granadilla. Abandonada cuando se construyó el embalse de Gabriel y Galán. Tierras de Granadilla. Cáceres. Extremadura. España. © Javier Prieto Gallego

Para muchos, lo más doloroso fue tener que exhumar los restos de sus familiares del cementerio y sacarlos de allí en barca antes de que las aguas los convirtieran en náufragos de tierra adentro. Para otros, fue el momento en el que quedó claro que a Granadilla le había llegado su hora final. Pero las aguas nunca llegaron a rozar sus murallas. Mientras acababan por detenerse donde ahora están, la diáspora se consumó para sus habitantes en lugares tan distantes como Madrid, Pamplona o Avilés. O más cercanos, como Plasencia, Hervás o el poblado de colonización de Alagón del Caudillo (hoy Alagón del Río) al que fueron a parar muchos de ellos. Estos últimos sumaron al dolor del desarraigo el desagravio de llegar a un lugar en construcción. La tierra prometida, un lugar en el que rehacer la vida tras la tragedia, era, más que otra cosa, tierra removida. Y de mala calidad.

La llegada de los colonos pilló a los constructores en plena faena. A falta de casas en las que vivir, se improvisaron barracones con tejados de cartón recubiertos de brea. Brea que se derretía con los calores del estío extremeño cayendo a churretones sobre las camas y cartón que, perdida la capa protectora de la brea en el verano, era incapaz de detener las lluvias del invierno. Un despropósito al que sumar, como si todo hubiera sido el mal sueño de una tragedia repentina, la falta de escuela, de las infraestructuras necesarias para el prometido regadío, casas a medio levantar y una urbanización que tardaría años en verse rematada. Tanto, que no fueron pocos los viejos que entre la pena y la desazón murieron antes de verlo, por fin, acabado. Las primeras viviendas comenzaron a entregarse a partir de 1960. La luz eléctrica llegó en 1964. Y el agua corriente, en 1969……

Si quieres seguir leyendo este interesante artículo y otros en la REVISTA PATRIMONIO, pincha en el banner: