Al comprobar que varios de los reyes castellanos en la plena Edad Media manifestaron notable afición y gusto por las formas artísticas, la moda y la estética andalusí, es fácil que nos surja una pregunta sobre cómo y porqué pudo ser así, cuando, aparentemente, desde varios siglos atrás, la relación con los reinos hispano-musulmanes había sido de encarnizada guerra y enfrentamiento. No es normal, podríamos pensar, que del enemigo al que se quiere neutralizar, se acaben admirando y copiando sus maneras, imitando lo mejor de sus artes, adornándose como él. O quizá sí, y, la cuestión sea que esta parte de la historia debe ser contada y entendida de otro modo.

Canal Patrimonio_Zoa Escudero Navarro

Real convento de Santa Clara. Tordesillas. José Luis Cernadas Iglesias
Real convento de Santa Clara. Tordesillas. José Luis Cernadas Iglesias

El relato de los siete siglos de reconquista es de todo, menos lineal y continuo. Fue un cúmulo de empresas, de vaivenes, saltos y retrocesos; un camino laberíntico, con atajos y avenidas, muchas veces una suma y casi siempre una mezcla. Invariablemente, la historia se comporta como una batidora, produciendo frutos híbridos, nuevos y parecidos, solo a medias, a los ingredientes originales.

Admirados enemigos. Las difusas fronteras del arte

El contacto explica muchas cosas. Cientos de años compartiendo y repartiéndose territorios, impuestos y empeños, habían de dejar su huella. Las culturas, como todo en esta vida, se contagian, y en este caso, también la hermosura.

Castilla, que al filo del siglo XIV llegaba ya hasta Sevilla, incluía Córdoba, Jaén, y el sur de Extremadura, tenía graves problemas internos, una larga frontera y muchas puertas, por las que se iban filtrando, naturalmente, personas e ideas desde el otro lado, en una convivencia, cada vez un poco menos hostil, que entre campaña y campaña, se conformaba con el cobro de tributos. Y aún más, contra esa rancia idea de las culturas estancas y opuestas, no hay más que saber que algunos de los más señalados  monarcas asociados a la hegemonía castellana, bebieron en directo de las fuentes andalusíes, por conquista o por crianza, adoptando sin rubor para sus cortes modelos del lujo y refinamiento que, una vez conocidos, debían parecerles bastante mejores que los de los lugares de donde venían. Además para solventar sus guerras civiles, no dudaron en fomentar la amistad con sus vecinos, sarracenos o no, cuando fue menester.

Así sería, desde Alfonso VI de León, que conquistó Toledo al final del siglo XI, abriendo para la Castilla interior la llave de uno de los más ricos reinos de la Hispania musulmana. Y desde aquí en adelante otros nombres perpetuaron el proceso: Alfonso VIII, el vencedor en 1212 de la Navas de Tolosa, que ganó los territorios hasta Jaén mientras promovía obras para su tumba en el Monasterio burgalés de Las Huelgas, encargadas a talleres almohades; o su nieto Fernando III, y su hijo, el sabio Alfonso X, conquistadores de Sevilla y Murcia. También Alfonso XI, que extendió su reino hasta Algeciras y Gibraltar, y su vástago, Pedro I, igualmente activo en las contiendas del sur, Aragón y Valencia, que se crió en su infancia en el alcázar de Sevilla, residencia real desde que su tatarabuelo conquistase la ciudad para el reino, y que él mismo reformaría posteriormente. El monarca mencionado, el primer Pedro de Castilla, representa el punto álgido de este argumento, que no puede entenderse sin referir la estrecha amistad personal y las alianzas políticas que el rey castellano sostuvo con el granadino Muhammad V, a quien apoyó, devolvió la corona y con quien sostuvo una singular pugna entorno a la riqueza y esplendor de sus respectivos alcázares.

¡Qué no verían estos reyes y sus séquitos en tales lugares! ¿Cómo no apreciar el exótico universo decorativo, el brillo y la opulencia de aquéllas obras, y cómo no querer apropiárselos también?

A los reyes cristianos les fue calando lo hispano-musulmán, al menos en su lenguaje y faceta decorativa, por lo que se convirtieron en promotores de edificios ornamentados con azulejos y yeserías, con patios, fuentes y baños, puertas rodeadas de alfices de ladrillo y techumbres de madera plagadas de lacerías o estrellas y pintadas con oro. Se sirvieron para ello de los artesanos y albañiles musulmanes procedentes de los territorios sometidos, que ahora vivían en tierras cristianas, o de los organizados allá en auténticos talleres. Encargaron tejidos, muebles, armas y vestimentas, cueros, alfombras y otros enseres cotidianos, que alternaron sin ningún problema con crucifijos, pinturas de santos, casullas y capillas, mezclándolo libremente con formas ya góticas, adaptándolos a sus propias formas de vida, reinventándolos… dando lugar a un mudéjar aristocrático y aúlico, muestra de prestigio y dominio político, que fue luego adoptado a finales de la Edad Media también por grandes dignatarios eclesiásticos y la alta nobleza.

Monasterio de Santa Clara. Tordesillas. Valladolid. José Manuel Benito
Monasterio de Santa Clara. Tordesillas. Valladolid. José Manuel Benito

Los palacios mudéjares de Tordesillas

Sobre la terraza natural del Duero, en uno de los puntos más elevados de la villa, se edificaron los reyes castellanos medievales al menos dos palacios -quizá fuera solo uno con reformas y ampliaciones-, posteriormente transformado por orden real en convento de monjas clarisas. Suele aceptarse que el principal responsable de la construcción fue el rey Pedro I de Castilla, para unos “El Cruel” y para otros “El Justiciero”, a mediados del siglo XIV. Quedará quizá para siempre la duda, a pesar de estudios e interpretaciones, si fue su padre Alfonso XI quien inició el proyecto, unos decenios antes, para conmemorar la victoria cristiana en la batalla de El Salado, como parecen indicar las casi ilegibles inscripciones de la fachada; o si sus primeras piedras pudieron ser colocadas ya casi un siglo antes, incluso en tiempos de otro Alfonso, el X, el Sabio.

El conjunto vallisoletano de Tordesillas es, de cualquier modo, una página excepcional de la arquitectura hispánica, un ejemplo del inagotable caudal de sorpresas que aún nos pueden trasladar tantos rincones de esta geografía. Encontrar un edificio tan original, tan andalusí, en un lugar tan alejado en principio de los territorios naturales de lo hispano-musulmán, es, por lo menos, motivo de asombro.

Es cierto que para convertirse en el Real Monasterio de Santa Clara, desde que así Pedro I lo dispusiera en su testamento, el conjunto palacial se fue transformando notablemente, adaptándose por lógica y obligación a las funciones de un convento, y por otra parte, incorporando los cambios de gusto y conceptos arquitectónicos y decorativos que los siglos fueron trayendo. Algunas severas reformas del siglo XVIII y restauraciones de principios del XX contribuyeron también a alterar la construcción y su ornamentación original, lo que hace difícil comprender las características previas del edificio y ha dado pie a variadas hipótesis sobre su diseño, cronología o la primitiva funcionalidad de sus espacios. Por fortuna, nos han llegado suficientes y espléndidos vestigios de la obra que fue como para que podamos siquiera apreciar algunas porciones de ella.

Tras acceder al patio, o compás, del convento, nos recibe una fachada de piedra caliza que, aún siendo solo una muestra menguada del acceso originario, no puede ocultarnos su filiación y raíz, claramente vinculada al mundo Nazarí y a las obras de Sevilla. Y, hacia dentro, el vestíbulo plagado de ricas yeserías y pinturas, y el gran claustro central –Patio del Vergel- que lo articulaba todo y en torno al cual se distribuirían las principales estancias habitables, administrativas y de representación de la corte, luego convertidas, por el norte, en las celdas de las monjas, y, por el sur, en la iglesia gótica del convento. Su capilla mayor se cubre con una impresionante armadura mudéjar dorada de mediados del XIV, de forma octogonal y paños decorados por lacerías y grandes piñas de mocárabes, que se apoyan  en un friso pintado con una colección de santos y apóstoles junto a Cristo y la Virgen; otras dependencias quedaron también definitivamente transformadas, por ejemplo en las zonas actuales del antecoro, coro, sacristía o el llamado “Coro Largo”, obra ya clasicista, que adapta el espacio de un gran salón con alcobas o cámaras, mientras que el “Salón del Aljibe” es una de las habitaciones más claramente identificables con las del antiguo palacio.

Detalle convento de Santa Clara. Tordesillas. Valladolid. José Luis Cernadas Iglesias
Detalle convento de Santa Clara. Tordesillas. Valladolid. José Luis Cernadas Iglesias

Aquí y allá muestra el monasterio pistas de su vieja función; restos de decoraciones en yeso, puertas cegadas con forma de herradura apuntada, ventanitas geminadas que se abrían a espacios que hoy no existen, molduras y cenefas de cerámica, lemas cristianos copiados de los nazarís. Pero no es necesario recurrir a los indicios, pues otros elementos nos presentan con indiscutible obviedad los modelos y fuentes de su inspiración.

La capilla del palacio, hoy “Capilla Dorada”, quizá el recinto más antiguo del conjunto, con sus arcos polilobulados, columnillas de yeso y la cúpula de dieciséis lados decorada con cintas formando estrellas de ocho puntas, es un rincón que reproduce sin duda estructuras religiosas andalusís, con ejemplos comparables tanto en Toledo como en Andalucía. El pequeño “Patio Árabe o Mudéjar”, (aunque muy restaurado), nos sumerge en un universo de geometría vegetal en yeso de sabor gótico, alternándose los arcos de herradura y lobulados, que nos transporta a espacios granadinos. Y finalmente, los “baños árabes”, un sugestivo recinto hoy separado del resto del palacio, que conserva las cuatro habitaciones del modelo islámico, todas ellas abiertas por tragaluces con forma de estrellas y recubiertas de pintura mural con motivos geométricos y lacerías rojas sobre fondo blanco, presentando en los tímpanos los escudos de la familia Guzmán. Este dato tiene su importancia, pues Leonor de Guzmán fue la favorita permanente del rey Alfonso XI, lo que sugiere que la construcción de estos baños debe corresponder a una primera etapa del palacio. Además nos permite imaginar la hermosa quimera del monarca haciendo un lujoso regalo de amor a la que fue su dama de por vida, quién sabe si en pago de los diez hijos con los que ella le obsequió a su vez.

 

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